Me gusta coleccionar puestas de sol. Desde pequeño he observado muchas, no sólo en Zaragoza, sino en distintos lugares de Aragón, de España y del planeta Tierra. He visto morir al astro rey tras los minaretes y cúpulas de Estambul, o caer entre las pirámides de Giza y la ribera del inmenso Nilo. He contemplado el Popocatepetl iluminado por las últimas llamaradas del día y el océano Pacífico envuelto en un manto rosado. En París, me quedé una vez tumbado en los Campos de Marte mientras la Torre Eiffel resplandecía con miles de luces que parpadeaban despidiendo a la luz más grande de todas, la luz que nos da la vida, y en Atenas, desde el hotel, pude disfrutar del ocaso frente a la Acrópolis, origen de lo que somos.
Pero de todos ellos, de todos esos atardeceres maravillosos, de esos miles de espectáculos impagables aun con todo el dinero del mundo, me quedo con el de mi ciudad. No me acusen de sectario y cazurro antes de tiempo. Hay muchas cosas que detesto de Zaragoza y seguramente la lista sería interminable. Pero déjenme disfrutar del Padre Ebro, de sus verdes y frondosas orillas, de los puentes que a lo largo de los siglos han construido sobre él los habitantes de esta bimilenaria ciudad. Déjenme disfrutar de las vistas de la basílica del Pilar, de La Seo, de San Pablo, La Madalena y el Santo Sepulcro. Quiero imaginar esa esplendorosa ciudad del siglo XVI cuyo perfil estaba poblado de torres mudéjares y renacentistas, de las cuales hoy conservamos algunas.
Contemplen y juzguen ustedes si es o no el atardecer más bonito -o al menos, uno de los más bonitos- que han visto: