Me asusta escuchar a gente que se cree portadora de la verdad. Se llenan sus bocas con soflamas dogmáticas que tratan de imponer al resto unos principios perdidos en el abismo de los tiempos, en la ignorancia de un pueblo que poco a poco despierta y lucha por quitarse las cadenas impuestas por aquellos que siempre han ostentado el poder. Creen que por seguir a uno u otro dios poseen más razón que aquellos que no seguimos los mensajes creados en torno a entes cuya existencia jamás será demostrada. Nos dicen que existen porque así siempre ha sido y nos piden que seamos nosotros los que demostremos su inexistencia. Ese no es un argumento válido. Lo necesario es comprobar de forma racional su realidad.
Es obvio que la fe es ciega, pero soy de los que deben ver para creer, como le ocurrió a Santo Tomás (Jn 20, 24) según cuentan los antiguos textos bíblicos. Simples historias que han sido alteradas a placer a través de los tiempos, escritas por personajes que jamás conocieron a aquél de quien hablan, elegidas porque sí entre otras muchas biografías de un personaje llamado Jesús de Nazaret, cuyos actos se perdieron hace casi dos milenios, violados por el fanatismo de gentes que creyeron ver en él una salvación imposible en un momento histórico de gran inestabilidad, cuando los cimientos de la potencia hegemónica en el Mediterráneo empezaban a tambalearse. Entonces se adueñaron de las mentes de unos ciudadanos que hasta entonces habían adoptado creencias de los pueblos dominados, mezclando cultos, posibilitando el diálogo entre creencias, para pasar a un tiempo de intolerancia, pues los dogmas imposibilitan el entendimiento entre sus seguidores y sus detractores, ya que estos primeros son incapaces de ver más allá.
Después llegó el Islam y con él un nuevo motivo de enfrentamiento entre los dos polos del mundo conocido. La nueva religión monoteísta se expandió como una exhalación a lo ancho de la península arábiga, el norte de África y el reino visigodo de Hispania. Entonces surgió la diatriba entre ambos cultos, cristiano y musulmán, llegando a unas cotas de violencia absoluta en las Cruzadas, o en épicas batallas como Lepanto. Ambas religiones llevaron a un enfrentamiento irresoluto siglos después, en un mundo cada vez más comunicado, variado y tolerante, pues cada vez somos más los ciudadanos que vemos necesario respetar la opción de cada uno, sin importarnos ver un crucifijo colgado al cuello, un pañuelo cubriendo un cabello femenino o una kipá sobre la testa de un judío o directamente, nada. La religión debe permanecer en el interior de cada uno, y cada uno debe respetar las leyes políticas que se hacen para todos, compartan o no los principios de sus respectivas religiones, pues es necesario un equilibrio democrático y tolerante entre todos, creamos o no en algo superior a nuestra realidad. Los únicos principios reales son los establecidos por el hombre y para el hombre, aquéllos que sólo tienen en cuenta la realidad del día a día y no la del más allá.
Con los pies en la tierra, admiro cada parte de mi planeta, defiendo los derechos de los ciudadanos que ven cómo se recortan sus posibilidades de supervivencia en un mundo manejado por el dinero, pues es ahí donde reside el principal problema de nuestro mundo. Lo demás es secundario. Necesitamos comer y trabajar para sobrevivir. Necesitamos un sueldo digno para mantenernos siempre en pie y alerta para combatir a aquellos que traten de destruir nuestro estado de bienestar, nuestro mínimo equilibrio. Si no, entramos en el riesgo de volver a ser ovejas de un rebaño dirigido por un señor con mitra y báculo, o de otro blandiendo el Corán, de levantar hogueras para quemar a quien no piense como nosotros o no crea que más allá hay una vida eterna de goce.
Yo no quiero esa vida maravillosa en otro mundo cuya existencia desconozco.
Quiero esa vida en éste.