viernes, 23 de abril de 2010

Hechizo

Eres tímida. Tímida y adorable. Sólo tú podrías hacerme estremecer con una mirada tras haber evitado mis ojos sólo por ser tímida. Nadie más me haría obtener un placer tan grande únicamente con una sonrisa, con una mueca de felicidad. Está claro que conoces el secreto de la magia, el misterio intrínseco del corazón, las palabras breves y concisas que atestiguan una pura sensibilidad.

Las caricias son muestra externa de estas virtudes, pues cuando se unen nuestras manos pones en ello tu mayor dedicación, observando con mirada perdida los movimientos dibujados por tus manos, sintiendo el tacto de mi piel, logrando desatar en mí un impulso casi irrefrenable.

No temes el silencio. Poco importan los minutos sin palabras, sin banales frases que carecen de significado. Yo también lo prefiero. Caminas con los ojos clavados en el vacío, dando vueltas y más vueltas a no sé muy bien qué pensamientos, y eso a veces me inquieta. Sin embargo, a mí tampoco me cuesta demasiado caer en un estado de total ensimismamiento, así que procuro no inmiscuirme en tus cavilaciones. La mente camina por senderos inescrutables.

Los labios se unen y entonces todo es frenesí. Se acaban las penas, se muere el llanto, se cierran los ojos... Sólo queda lugar para el sabor. Los fluidos se entremezclan dando pie a una macedonia de gustos. Los besos son suaves, casi podría decirse que se trata de caricias ejecutadas por la boca. Se humedecen los tejidos labiales mientras se acaba el mundo. Nada más existe. El instante es breve a la par que eterno. Todo es etéreo, idealizado, imaginado. La realidad se reduce a ti., pudiendo desaparecer todo lo demás sin que importara lo más mínimo.

Ahora debes partir cual cenicienta vestida de gala antes de que se acabe el hechizo. Ese hechizo del cual yo no puedo librarme. Parece que he caído irremediablemente.



martes, 20 de abril de 2010

El pueblo decide hasta cuándo

Era un ser repulsivo. Ocultaba permanentemente su sucia mirada bajo unas carísimas gafas de sol. Tenía nariz aguileña, siempre dispuesta a arrancar hasta la última porción de carroña del cadáver político de sus enemigos. Su boca expelía un terrible aliento, mezcla del tabaco que fumaba continuamente y las soeces palabras que gustaba dirigir a sus contrincantes en el parlamento regional. Además, su voz estaba gastada por el efecto de los cigarrillos, rota, casi inaguantable para quienes debían soportar sus discursos.

Vestía siempre traje a medida, negro, tratando de esconder una barriga de tamaño considerable. Su vientre se abombaba irremediablemente como muestra de los atracones a los que le invitaban los empresarios beneficiarios de las recalificaciones masivas de suelo, o de los macroproyectos urbanísitcos que se aprobaban desde las instituciones regidas por él con total impunidad. Creía vivir más allá del bien y del mal, ejerciendo con mano de hierro un poder abrumador, sin que nadie pusiera ningún tipo de objeción a sus ilegales actuaciones.

Jueces y compañeros de partido le apoyaban frente a las críticas recibidas desde la oposición. Muchos periodistas habían realizado investigaciones descubriendo importantes tramas de corrupción, intercambio de regalos y favores, pagos de dinero en negro y otros asuntos más desagradables, pero ningún adalid de la justicia parecía dispuesto a poner freno a sus delitos.

Una noche de primavera, cuando el país se hallaba frente al televisor esperando con ansia el resultado de las elecciones, toda la región presidida por aquel indeseable estalló en júbilo al observar el escrutinio final. Había perdido. Ellos y sólo ellos consiguieron acabar con años de gestión desastrosa y latrocinio. Ahora un nuevo político alcanzaba la presidencia y tal vez al fin pudieran ser castigados los delitos cometidos hasta ese momento. Al fin un cambio en la política, al fin pudieron dejar atrás veinte años de mandato ininterrumpido. Lo que no comprendían es cómo no habían sido capaces de apartarlo antes del poder. Nadie quiso echarse culpas, pues lo mejor era celebrar la victoria de la democracia y la llegada del sentido común. Aquel tipo jamás volvería a aprovecharse de su posición aventajada y seguramente se pudriría en la cárcel.

Ojalá así sucediera con todos los políticos que se ríen de nosotros.

domingo, 18 de abril de 2010

Poco que decir

Di una última calada al habano antes de proseguir la lectura del periódico. Ninguna noticia interesante. Estaba claro que hoy iba a ser un día como cualquier otro. No perdí más tiempo con aquel amasijo de hojas y cerré los ojos para dormirme. Cualquier sueño será siempre mejor que la realidad.

jueves, 15 de abril de 2010

Descenso

Cayó del árbol súbitamente. No esperaba separarse todavía de sus hermanas, pero el viento quiso arrancarla del álamo sin previo aviso. Rugió entre los robustos troncos del bosque para expulsar con fuerza a la hoja, la cual se rindió inmediatamente a la brutalidad de su enemigo. Las ramas de la alameda entonaron un réquiem al observar cómo se perdía una de sus hijas, pero era inevitable que esto ocurriera, pues los otoños son crueles, fríos e intempestivos, más aún en el valle del Ebro. Aquí, el Cierzo, ese viento que te llena la boca y tiraba los carros de heno en tiempos de Catón no ha dejado de soplar un sólo día. Puede llevar más o menos intensidad, más calor o más frío, pero casi todos los días arrastra, según dicen desde el Moncayo, la fuerza que todo lo mueve en esta depresión.

La hoja se deslizaba etérea, planeando cual golondrina tratando de alcanzar su destino. Dibujaba ondulaciones en su descenso, peligrosas curvas, imposibles vueltas y revueltas. El viento se divertía manejándola con total impunidad.

Una vez llegó al suelo, descubrió que no estaba sola. En torno a ella se amontonaban cientos de hojas caídas de otros álamos. Se habían unido hasta tejer un tapiz que se extendía a lo largo y ancho de todo el bosque. La imagen era incomparable. Una alameda cuyo suelo se hallaba vestido de una alfombra modelada por la naturaleza, el cielo preparando su color para la tormenta que ya se adivinaba y más allá, el Ebro.

miércoles, 7 de abril de 2010

Desengaño ecológico

Caía la falda hasta sus pies. Mecida por el viento, permitía atisbar entre los tirabuzones la blancura de sus piernas. Permanecía erguida, absorta en la contemplación del agua que discurría bajo su mirada. Había perdido la noción del tiempo y el espacio, creyendo hallarse ante el momento justo de su nacimiento, el surgimiento de la vida, el milagro de la creación. Cerró los ojos y sólo escuchó el susurro líquido del río. Trató de discernir las palabras ininteligibles a medida que su cabeza iba quedando vacía de todo pensamiento. Fue entonces cuando comenzó a sentir su oscuro cabello agitarse animado por la brisa que le acariciaba. Se dejó llevar hacia playas inventadas, bosques olvidados y estepas lejanas. Decidió recorrer selvas aún vírgenes, praderas floridas en primavera y valles regados por aguas de un azul puro. Se sumergió en el océano, deleitando su mirada con arrecifes imposibles, colores jamás vistos por sus ojos y criaturas majestuosas. Surcó el cielo todavía azul, para llegar donde habitan los pigmeos africanos, allende hombre y naturaleza son aún conjunción en perfecta armonía. Fue capaz de concebir la idea de un mundo en equilibrio ecológico.

Entonces despertó alterada por el ruido de un motor que se encendía a sus espaldas. Hubo de olvidar todo cuanto había imaginado y volver a caminar las calles de la ciudad donde habita. Tosió debido al humo que desprendió el tubo de escape de aquel coche al arrancar y su ceño se frunció al observar en el cielo la infinita nube negra exhalada por la espigada chimenea de la factoría. Se percató entonces de que todo había sido un sueño y el río que creyó ver teñido de azul, no era más que un arroyo en el que la basura se amontonaba sin que nadie pusiera impedimento alguno.

Cerró los ojos y lloró.