jueves, 25 de octubre de 2012

Los amantes

Él sólo sabía escribir los más bellos poemas cuando ella se hallaba lejos, por eso sufría en la cercanía pero era feliz en la distancia, pues entonces era capaz de tejer las palabras como si fueran hebras de fino hilo, trazando con paso lento pero firme la historia de su corazón. No quería contarle a ella su problema, aunque él tampoco lo consideraba como tal, más bien una pequeña maldición que algún augur juguetón le había introducido al nacer, como por arte de magia. No obstante, cuando estaban juntos, disfrutaba de su presencia hasta las últimas consecuencias, sabía que tarde o pronto volvería a partir, pues su trabajo le obligaba a estar continuamente viajando, lo cual le permitía a él centrarse en su obra, una obra que estaba completamente dedicada a ella, aunque eso fuera un secreto pactado tácitamente entre ambos para que las amantes esporádicas a las que conocía en la ausencia de su amada, creyeran que esas palabras estaban escritas mientras él las imaginaba desnudas, jadeantes después de hacer el amor. Él tampoco era tonto y ella comprendía sus escarceos como una debilidad incontrolable causada por su maldición. No obstante, era consciente de que su amor por él era real e infinito y se sentía incapaz de acostarse con otro hombre pese a que su belleza le hubiera permitido llevarse a la cama a quien quisiera. A pesar de ello, mantenía siempre la cabeza fría y el corazón a resguardo para que un pequeño calentón no le llevara a hacer algo de lo que se hubiera arrepentido. 

Ella era feliz así, o al menos eso creía. El día que encontró aquel poema en su buzón y lo leyó no le importó el aspecto de la persona que lo hubiera escrito. Pasaban los días y cada vez que se disponía a coger las cartas, entre los sobres de facturas -nadie escribe cartas ya, maldito correo, pensaba-, aparecía un papel con un poema, generalmente un soneto. Sus ojos acariciaban el papel en los cuartetos, pero al llegar a los tercetos su corazón había saltado del pecho y esparcido la sangre por todo el cuerpo, saliéndose del aparto circulatorio. Estaba enamorada a la par que intrigada ante tan misterioso personaje. 

Así fue hasta el día en que él decidió invitarla a cenar en un soneto que incluía la hora y el lugar de la cita de un modo muy ingenioso que a ella no le costó descifrar, así que se presentó ahí esa misma noche, en un restaurante pequeño e íntimo no lejos de su casa. Lo había imaginado de mil maneras: gordo, flaco, con bigote, con barba, cejijunto, calvo, melenudo, joven, viejo, risueño, ojeroso... No sabía ya qué pensar ni si llorar o reír, pero en ese instante lo tenía delante y lo cierto es que no lo había pensado tan bello, con su aire bohemio, sus gafas pequeñas y nariz respingona; sus ojos achinados, barba de tres días y labios estrechos. El conjunto era hermoso, aunque ella ya estaba predispuesta a enamorarse y nadie le iba a amargar ese sueño. 

Él estaba tranquilo, atusando su barba y nervioso ante la reacción de su amada. Nunca había hablado con ella ni sabía su nombre, pero que ella hubiese aceptado la invitación dejaba claro que el amor existía. Pidieron el primer plato, las miradas se esquivaban mas cuando se cruzaban, dibujaban en sus labios una sonrisa de timidez. Hablaban poco, y cuando lo hacían no podían disimular el temblor nervioso que atenazaba sus músculos. En alguna ocasión estuvieron a punto de llevarse el tenedor a la oreja pues aunque no lo crean, resulta difícil comer cuando la sangre brota del corazón a velocidades que romperían la barrera del sonido. Si a esto le añadimos las dos botellas de vino que tomaron durante la velada, imaginen el resultado final. Sí, amanecieron juntos y completamente desnudos en algún lugar de la ciudad.

Habían pasado los años y el amor seguía plenamente vivo. Él seguía con sus poemas y sus escarceos y ella, feliz, aunque sometida a una fidelidad absoluta. Siempre había pensado que era el precio a pagar por su inconmensurable belleza, yacer solamente con un hombre en su vida pero durante toda su vida. Hasta ese momento había pensado así pero cuando aparecen las dudas acerca de unas ideas que parecían yacer sobre cimientos de hormigón, todo se tambalea como sacudido por un terrible terremoto.

Ya no lo veía todo tan claro y por primera vez en su vida sabía lo que eran los celos. Esa sensación horrible que estruja el estómago sin remedio, pues cuando crees haberla olvidado, regresa con más fuerza, llevándose consigo hasta la última de tus fuerzas. Entonces se descubría hecha un nudo entre las sábanas del hotel que debía ocupar aquella noche, imaginándolo con otra en su propia cama. El sueño se difuminaba y se dirigía al aeropuerto completamente desvelada, con unas ojeras que copaban sus mejillas. Al bajar del avión estaba él esperándole con su aire bohemio, sus gafas pequeñas y nariz respingona, pero ella le miraba de una manera diferente. Ya no le llenaban sus sonetos ni disfrutaba haciendo el amor como antes. Ahora lo veía como un ser egoísta, como un poeta más que se afanaba únicamente en conseguir la perfección de sus versos sin importarle tener que follarse a cinco o seis fulanas mientras ella estaba de viaje. Ella nunca le había dicho que conservaba su trabajo sólo para que él pudiera seguir escribiendo, pero ya estaba harta de todo. 

Desde ese momento sería ella misma, cumpliría los sueños a los que había renunciado por él, por pasar su vida junto a él. Se dio cuenta de que nada ni nadie tenía derecho a decidir sobre su existencia y desde ese instante comenzó a volar rumbo a una nueva ciudad en la que vivir. 

Meses después se enteró mediante un diario digital de que él se había quitado la vida lanzándose desde un puente al río Ebro. Habían hallado su cuerpo gracias a un montón de hojas de papel que habían quedado encalladas entre unos juncos a orillas del río. La tinta de los poemas se había corrido debido a la acción del agua y su cadáver se encontraba boca abajo, vestido con una gabardina y un traje gris. Ella casi lo había logrado olvidar y en aquel instante sintió lástima por ese pobre poeta que un día la enamoró. A pesar de la trágica muerte no derramó ni una lágrima, sino que sintió alivio al pensar que de haber seguido con él, posiblemente ella hubiera terminado así, muerta por suicidio. Cerró el explorador de internet, apagó el ordenador, leyó el último poema que él le había dedicado y se quedó dormida para no despertar jamás.