lunes, 31 de octubre de 2011

¿Amor?

Abrió la puerta de la consulta, salió a la sala de espera y dijo mi nombre. Sí, sí. Con todas sus letras. Mi nombre y mi apellido. Y además, me miró intensamente, como si supiera que esas letras correspondían al rostro embobado que la observaba con avidez. Me invitó a pasar para proseguir mi examen médico y comenzó a hacerme preguntas relativas a mi salud dejando entre ellas el tiempo justo para que apenas le respondiera con un monosílabo. Pero no importaba. Me miraba y sonreía. Debía de ser por mi cara de ayuno, no por estar en cuaresma ni ramadán, sino por motivos médicos, ya que me acababan de extraer una muestra de sangre para su examen. Cuando me pesó y me midió, tomó mi mano para ayudarme a incorporarme mientras subía el escalón de la báscula. Después llegó el turno del examen óptico. Miró profundamente mis ojos, empleando instrumentos que ninguna mujer había usado antes para seducirme, buscando un atisbo de pasión en mi mirada. Sí. Te quiero. No hace falta que sigas buscando. Te lo confesaría ahora mismo, pero creo que no es el lugar apropiado. Volvió a coger mi mano, esta vez la derecha, para amarrar alrededor de mis escuálidos bíceps y tríceps el brazalete del tensiómetro. Comenzó a apretar repetidamente la bomba de caucho, provocando en mi brazo una presión que me ahogaba. No sé si alguna vez han sufrido un infarto, pero si es así, entenderá mi sensación perfectamente. Era el influjo de un amor que crecía impulsivamente en mi interior y también en el de la doctora; una manera de demostrarme que a pesar de los pesares, malgrait tout, malgrait tout, la vie sera belle. Oh, sí. Te amo. Y si no entiendes francés, yo te enseñaré. Y si no conoces París, yo te llevaré. Me puse la bata de nuevo cuando terminó de hacerme las pruebas. Abrió la puerta, me pidió que esperara sentado para la tercera parte del examen médico y llamó al siguiente paciente. No se dignó a mirarme. Se despidió fría, distante, seca. Caí en una depresión terrible que duró un minuto, pero me repuse en los siguientes sesenta segundos y ahora soy feliz, pues me acabo de enamorar de la camarera que me ha servido el pincho de tortilla mientras escribo esta historia con papel y lápiz, sentado a la mesa de un bar cualquiera, en un rincón cualquiera de este planeta.

viernes, 21 de octubre de 2011

El sueño de un pueblo

La última bala que atravesó la sien de aquel ser inocente supuso un antes y un después en el día a día del pequeño pueblo situado entre montañas. Las miradas se volvieron frías, las palabras, parcas y los gestos dolían como cuchillos. Los pocos habitantes hablaban sólo con los que pensaban como ellos, procuraban no aproximarse a esos que eran de tal o cual partido y dos concejales empezaron a guardar el coche en su plaza de garaje y a mirar cada día los bajos antes de ir a trabajar. 

Arkaitz es uno de esos concejales. No vamos a decir de qué partido pues es algo secundario. Desde aquel maldito día, hace ya casi veinte años, sus vecinos dejaron de hablarle, sus amigos cambiaron y sus hijos comenzaron a tener problemas en el colegio. No podía confiar en casi nadie y es que en un pequeño pueblo de no más de trescientos habitantes tener vida privada es poco menos que una quimera. 

A pesar de todo, de los rumores que le marcaban como próximo objetivo, de las presiones a las que se veía sometido cada vez que se cruzaba con según quién cuando iba a comprar el pan, Arkaitz no había renunciado a sus ideas ni a ser la voz de los escasos habitantes del pueblo que le habían apoyado pocos meses antes en las urnas. El agradecimiento de esos pocos y la certeza de estar haciendo un buen trabajo por la vida de los suyos le mantenían al pie del cañón, luchando por ser libre de opinar como quisiera, pues al fin y al cabo había nacido en el seno de una democracia recién parida y nadie iba a impedirle pensar como piensa.

Anoche Arkaitz lloró de emoción cuando escuchó la noticia del fin de la violencia. Él se lo cree. No le hace falta escuchar a periodistas que dicen que todo ha terminado ni a otros que dicen lo contrario. Él lo intuía de antemano. Lo sabía porque tantas operaciones policiales contra esa panda de terroristas sólo podían debilitarla, porque era cuestión de tiempo que las fuerzas de la democracia demostraran que son mucho más fuertes que las violentas. Acaba de leer el comunicado en la edición digital de un periódico de tirada nacional. Cree que faltan muchas cosas por decir, mucho perdón que pedir y muchos delitos que pagar. Cree que a este gobierno y al próximo que venga le tocará tener mucha paciencia, saber escuchar con calma a quienes antes mataban y ahora se ofrecen a hablar, pero sabe que deberá tener mano dura y mucho cuidado para no dejarse avasallar por esos asesinos. En su recuerdo permanecía imborrable el rostro joven de su amigo asesinado. Recuerda aquel día como si hubiera ocurrido todo unas horas antes. Se encontraba pasando un día feliz con Ander, concejal de su mismo partido en un pueblo muy cercano. Cuando cayó el sol se despidieron y al llegar a casa escuchó en la radio mientras se duchaba, la noticia del asesinato de su amigo. Aquel día cambió todo en el pueblo. Las escasas tensiones que había hasta entonces se convirtieron en acaloradas discusiones que desembocaron en el silencio más terrible que un ser humano puede imaginar. El dolor llenó la vida de Arkaitz y desde ese instante se comprometió a defender sus ideas de una manera democrática sin importar las consecuencias. Su mujer, en aquel entonces su novia, trató de disuadirle, pero sus convicciones eran demasiado fuertes como para acobardarse ante una cuadrilla de asesinos. Así continuó su lucha pacífica junto a otros muchos compañeros. Así continuó hasta este día.

Ahora, en la soledad que le da la noche frente a su ordenador, Arkaitz sueña con salir mañana a la calle y no encontrarse malos gestos ni miradas heladoras, sino manos tendidas. No es tonto y es consciente de que eso aún tardará en llegar. Las heridas son grandes, las ideas tardan en cambiar y más las radicales, pero él va a hacer todo lo que pueda porque en su tierra cualquiera pueda expresar su opinión sin miedo a represalias. Recuerda a Ander y le cuenta emocionado que por fin todo terminó. Sueña con vivir en paz, algo que no debería ser un sueño en un país democrático, sino una realidad en mayúsculas.

jueves, 13 de octubre de 2011

Hispanidad (escrito ayer, 12 de octubre)

Un país es mucho más que un trozo de tierra para defender del enemigo. Los desfiles militares nos muestran la fuerza de una nación pero esconde unas debilidades que socavan los cimientos sobre los que se asienta, como ocurre hoy en España, día en que se conmemora el orgullo nacional. ¿Qué es ese orgullo? ¿Podemos estar orgullosos de ser españoles?

Decía Antonio Machado hace ciento tres años, durante la conmemoración del primer cententario de la Guerra de la Independencia y diez años después de la pérdida de las última colonias de aquel gran imperio, que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra. Arengaba a los españoles del momento a alejarse de los viejos mitos heroicos "luchamos por libertarnos del culto supersticioso del pasado", algo que podríamos asimilar a las "siete llaves para el sepulcro del Cid" que pedía Joaquín Costa, para enterrar ese imaginario colectivo que nos había mantenido alejados del progreso experimentado en Europa desde finales del siglo XIX con la revolución industrial y las diferentes revoluciones liberales. Un país se construye labrándolo cada día, no sólo sus tierras, sino también las mentes de las gentes que lo habitan.

Ha pasado poco más de un siglo desde aquellas palabras, con dos dictaduras, una república entre ellas y la monarquía parlamentaria en la que ahora vivimos. ¿Qué nos ha ocurrido a los españoles durante estos cien años para pasar por tantísimos sistemas y terminar regidos por una familia a la que ya se invitó a marcharse en dos ocasiones?

Las ansias renovadoras de aquellos regeneracionistas fueron dilapidadas desde el comienzo de la Guerra Civil. El camino emprendido por ellos, el cerrojazo al pasado mitológico de un país enfermo de fe fue destruido por una dictadura que adoctrinó las mentes de sus hijos en un intento por volver a esos milagros. Volvieron a proyectarse en el imaginario colectivo las imágenes de Pelayo, el sitio de Numancia, la Reconquista contra los moros, el Cid y los Reyes Católicos como adalides de la patria española, cuando prácticamente ninguno de  ellos oyeron hablar de ella. España permaneció aislada casi por completo durante cuarenta años en los que el "somos diferentes, afortunadamente" se convirtió en lema de un país encantado de conocerse a sí mismo.

La democracia supuso un pequeño despertar y la integración en Europa dio lugar a un espectacular despegue económico nunca antes visto. Parecía que dejábamos de ser esa deformación de la sociedad europea, ese esperpento acuñado por Valle Inclán. Quedaban atrás los espejos del callejón del Gato y se construían grandes infraestructuras que nos hicieron sentir que éramos los mejores y los más ricos. Pero, ¡ay, amigos! qué duro es que se acabe el chollo y lleguen los tiempos de vacas flacas. Esos políticos en quienes confiábamos se dedicaron a malgastar en grandes fastos ingentes cantidades de dinero público. Tenemos casi un aeropuerto por provincia, más kilómetros de alta velocidad que cualquier otro país europeo, obras emblemáticas que quedan  muy bonitas pero tienen poca utilidad práctica en todas las ciudades... Total, que nuestras instituciones tienen unos agujeros económicos de aúpa. ¿Por qué no hemos aprendido del pasado? ¿Por qué ahora que teníamos un estado de bienestar lo suficientemente extendido en la población, lo destruimos? ¿Por qué recortamos primeramente en educación e investigación?

Está claro que no hemos aprendido. No hemos sido capaces de atender en cien años a las palabras de renovación de unos hombres que vieron cómo este país caía lo más bajo que podía caer. Preferimos destinar el dinero a grandes premios de fórmula 1, a grandes estadios de fútbol y nos olvidamos de que para que un país avance necesita mentes preparadas así como potenciar aquellas que ya lo están para que con sus investigaciones faciliten la vida a los demás.

Mi sueño es dejar de ver un día desfiles militares para disfrutar con un desfile de científicos españoles que han encontrado una vacuna para el SIDA (algo que por cierto, está bastante avanzado) o que han podido volver a nuestro país porque el ministerio les ha concedido una beca digna. Me gustaría salir a aplaudir a un premio nobel de física español, a uno de medicina, y ¿por qué no? a uno de la paz.

Quiero sentirme orgulloso de decir que un español inventó un sistema de regadíos que ahorra mucha más agua de la que ahora se ahorra o que otro español ha hallado la solución a la crisis cambiando los valores éticos de esos seres que manejan el dinero.

Quiero un día poder decir que soy español sin miedo a gritarlo, porque ahora mismo me avergüenzo un poquito y lo digo con la boquita pequeña, casi cerrada.