martes, 27 de marzo de 2012

Tez sin rostro

Llegaba a casa todas las noches arrastrando los tacones por las solitarias aceras de una ciudad en penumbra. Las escasas farolas iluminaban tenuemente el camino de regreso y sólo algún taxi interrumpía el silencio sepulcral reinante en la vetusta urbe. Ella, dura y segura, avanzaba con paso firme hasta el portal de su casa, extraía la llave de su bolso, un Louis Vuitton falso pero que daba el pego, y la encajaba en el hueco para girarla y abrir la puerta.

Subía los escalones con parsimonia, desfilando y disfrutando de su belleza reflejada en el espejo del recibidor, una belleza efímera y falsa de la cual se iba a ver desposeída en cuestión de instantes.

Cuando accedió a su apartamento se descalzó y avanzó por el largo corredor hasta su cuarto, de cuyo comodín extrajo una caja con diversos compartimentos en los que se podían leer distintas etiquetas: ojos, labios, narices, pómulos, orejas, pestañas y cejas. Se miró al espejo, en esta ocasión al que se encontraba en su dormitorio, y comenzó a arrancarse los rasgos que esa noche le habían permitido acostarse con varios hombres y ganar una pequeña fortuna.

Fue despojándose lentamente de su rostro, dejando al descubierto una superficie lisa y redondeada sin principio ni final, sin cuencas oculares ni ningún otro tipo de distintivo. Incluso su cabello era una mera ensoñación, pues se trataba de una peluca. Se desnudó de sí misma, permaneciendo frente a su reflejo sin poder mirarse, en una posición taciturna. Guardó cada parte de su faz en su respectivo compartimento, junto a las otras, y permaneció quieta, llorando en silencio unas lágrimas que no podían surcar su cara, pues no tenía ojos por las que derramarlas.

lunes, 12 de marzo de 2012

Extrema prudencia

Lo único que no le gustaba de ella era que no se quitara los calcetines cada vez que hacían el amor. Para él, si sus pies se hallaban tapados la desnudez no era completa y por tanto todo se convertía en un acto carente de sentido. Cuando se extirpaban el uno al otro la ropa apasionadamente, él trataba de arrancárselos pero ella, habilidosa como pocas, se escabullía sagazmente tumbándose boca arriba mirándole con unos ojos ardientes de deseo. Él se rendía y le hacía el amor sin quitarse de su cabeza la imagen de los calcetines a pesar de que en esa posición no era capaz de verlos salvo que diera un giro de ciento ochenta grados a su cabeza.

Cuando terminaban, él se tumbaba junto a ella, sonriente y feliz. Casi había olvidado los calcetines hasta que contemplaba su hermoso cuerpo desnudo, sus curvas de vértigo hacia las que se lanzaba sin frenos. Veía ahí, al final de las piernas, cuando comienza a dibujarse la curvatura de los pies, esa textura lanuda que tanto detestaba.

Se esforzaba cada día por no decirle nada, pero al mismo tiempo, cada día se cansaba un poco más. Le atosigaba la idea de no hacer el amor a gusto, plácidamente, como cualquier ser humano. Sin embargo, disimulaba una y otra vez su disgusto para que ella no se sintiera incómoda hasta que un día se armó de valor y mientras se abrazaban después del acto, le sugirió amablemente y con total naturalidad que se quitara los calcetines desde ese momento en adelante, cada vez que hicieran el amor.

Ella sonrió, le besó, se los arrancó y nunca más volvió a ponérselos.