domingo, 19 de septiembre de 2010

Labordeta, hasta (la victoria) siempre

Te has marchado en silencio esta fría noche. El cierzo batía la ciudad de Zaragoza y yo intentaba hacer música pero mis músculos no respondían. Por un momento se calmó el aire, como anunciado tu partida, pero era incapaz de concebirla en mi mente abstraída por la emoción de la noche.

Ahora que has emprendido el vuelo hacia la eternidad. Ahora que tu presencia ha abandonado este mundo, tus palabras joviales hace apenas unas semanas en la radio me animan a seguir viviendo, a pensar que podemos cambiar el rumbo, a creer en tus sueños de libertad.

Lloro tu marcha porque siento la pérdida de un referente, un icono de mi juventud aún inquieta y revolucionaria, ansiosa de un futuro mejor para la humanidad.

Ojalá la gente como tú pudiera vivir siempre, ayudando a construir un planeta más justo, un país más hermoso e igualitario, una existencia apacible.

Siempre enarbolaré la bandera de tus principios. Nunca dejaré de cantar los versos de tus canciones. Estas lágrimas no caerán en saco roto y no permitiré que nadie se burle de ellas.

Tus poemas son mis anhelos, tus palabras mis salmos, los himnos de un pueblo.

Navega ya en tu travesía eterna.

Somos como esos viejos árboles...

Siempre acabas llegando

Ahora que sólo queda la noche
y tú y yo sobrevivimos al ocaso
No ha en el mundo otra señal de vida
una palabra a cuestas, una mirada
un rostro de eternas dudas
un mar tejido con hebras de hermosura.

Si tú no estás todo es la nada
el inconcebible afán de tu amargura
la olvidada parada de este tren
que tiembla cuando alguien se pregunta
si en verdad la muerte es su tortura.

Entonces nadie viene a mi rescate
y queda siempre un fiel reposo
el eterno amor allá en mi nuca
mientras tú vives mi ausencia
sin nadie que disfrute tu ternura.

Cuando veo allá tu rostro
reflejado en cientos de argucias
y tu voz llega volando a mis oídos
no puede haber lugar a duda
pues eres tú quien viene a mi llamada
en la noche carente de tu luna.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Diez motivos para ir a la huelga

En estos aciagos días mucho se está debatiendo acerca de la conveniencia o no de secundar la huelga general convocada por los sindicatos UGT y CCOO el próximo 29 de septiembre como protesta ante la reciente aprobación de la Reforma Laboral planteada por el Gobierno de Zapatero. Tras darle muchas vueltas al asunto, acerca de las ventajas del sí o del no, finalmente he decidido apoyar esta protesta debido a los siguientes motivos:

1. La Reforma Laboral, que da alas a los grandes empresarios responsables principales de esta crisis a continuar haciendo lo que les dé la real gana. Conviene recordar que en nuestro país están encabezados por el Señor Díaz Ferrán, responsable de un ERE que afectó a más de 2000 trabajadores del Grupo Marsans así como la desaparición de la aerolínea Air Comet junto a 700 puestos de trabajo. INTOLERABLE.

2. El Capitalismo está llegando a su máximo punto de corrupción. Las entidades públicas no deben sufragar los despilfarros cometidos por los grandes empresarios y banqueros, pues con ello están tolerando el comportamiento y favoreciendo los abusos que llevan años cometiendo contra sus trabajadores y en favor de enriquecerse más si cabe.

3. Evitar la victoria de la derecha, pues si no acudimos les estaremos dando motivos para endurecer una reforma ya de por sí terrible para los trabajadores, en un hipotético caso de que alcancen el gobierno en las próximas elecciones generales.

4. Los jóvenes tenemos la responsabilidad de allanarnos el camino para un futuro que se antoja bastante oscuro, ya que nuestros adultos son incapaces de guiarnos.

5. Si la huelga fracasa, los sindicatos (de acuerdo que éstos también necesitan una profunda reforma) verán mermada su influencia en las decisiones del gobierno. Se trata de un asunto muy grave, pues son la única defensa con la que cuenta el trabajador de a pie frente a los voraces gurús de la economía nacional.

6. En caso de que la huelga estuviera convocada contra el PP, saldríamos todos a la calle (yo, el primero), pero debemos expresar siempre nuestro descontento sea cual sea el signo del gobierno.

9. Debe aumentar la presión fiscal sobre los más ricos, incrementando sus impuestos al Estado en relación con sus ingresos y patrimonios. Los incrementos recaudatorios no pueden afectar sólo a los más débiles.

10. Este país sólo sale a la calle cuando se ganan mundiales de fútbol. Ya es hora de demostrar al mundo que somos una democracia madura, capaces de defender nuestros derechos como ciudadanos y exigir a nuestros políticos una respuesta acorde a nuestras necesidades e intereses.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Anhelo de Estambul

Una inmensa luna llena nacía en el horizonte del Bósforo. Las siluetas negras proyectadas por los minaretes de las mezquitas sobre la lona blanca del satélite rompían la uniformidad del astro más próximo a nuestro planeta. Aquí, en la azotea del edificio que habito en la calle Tiyatro, muy próxima a la mezquita de Beyazit, en el núcleo primigenio de Estambul, me disponía a pasar una noche más admirando la belleza infinita de esta gran urbe.

Poco a poco se apagaban los ecos de la última oración de la jornada, cuyos versos invadían hacía apenas unos minutos incluso el rincón más escondido de la ciudad. La mayoría de los estambulitas oían con indiferencia la cantinela de los muecines mientras daban fin a su jornada laboral y otros muchos se amontonaban en las zonas turísticas para ofrecer camisetas, collares o té a los visitantes llegados de todos los rincones del mundo.

Mi privilegiada posición me permitía observar la viveza presente en la noche. Gente que va y viene ofreciendo droga, pidiendo una pocas liras para sobrevivir o regresando a sus hogares bien en autobús, bien en tranvía, bien en coche. En un edificio cercano al mío veía encendidas las luces de un taller ilegal. Seguramente se encontraban tejiendo camisetas magistralmente falsificadas del Fenerbahçe, del Besiktas o del Galatasaray, los tres equipos de fútbol por antonomasia de Estambul, que luego serían vendidas en los puestos del Gran Bazar o simplemente en cualquier acera del centro histórico de la ciudad. La vida no se termina una vez el Sol ha desparecido, sino que se inicia otra mucho más frenética a la par que clandestina.

Yo, enclavado en la azotea, admiro este maravilloso espectáculo cómodamente sentado, pues el movimiento presente en las calles de Estambul no se parece al de ningún otro lugar. La gente viene y va inalterable, el bullicio de los vendedores al proclamar los precios de las especias, las joyas, bolsos de piel o alfombras convierte la ciudad en un inmenso mercado. Todo se vende, en todas las esquinas, en el rincón más recóndito e impensable. Se trata de un carácter inherente a la ciudad, pues el enclave entre dos continentes e importantes rutas comerciales, hacen que Estambul siga siendo uno de los mejores lugares del planeta para encontrar cualquier tipo de producto.

De repente observé en el cielo una estrella fugaz. El reflejo de su estela pudo verse en el mar de Mármara, sosegado ante la calidez de la noche. Era verano y eso se notaba en la temperatura, pues dormir al raso no era factible durante otras épocas del año más frías. Desde aquí se podían atisbar los barcos que yacían junto a la costa y podía percibir el olor del pescado recién hecho en las bulliciosas y alegres calles de Kumkapi, el barrio de los pescadores. Podía intuir el griterío de los puestos, a las gentes más sencillas ingeniar métodos para ganar dinero fácil como situar básculas a pie de calle y así, aquél que lo desee pueda pesarse a cambio de unas pocas liras.

Llegaba inexorable la hora de dormir. Necesitaba recuperar fuerzas tras un día duro buscando la esencia de la ciudad. Me encontraba agotado, rendido. Ahora había llegado el momento del receso, pues la noche siempre trae paz y sosiego en medio de esta selva. Echo un último vistazo a los minaretes y cúpulas de Santa Sofía y la mezquita del Sultán Ahmed. Mañana seguirán ahí, erguidos y orgullosos para asombro del mundo, simbolizando la fraternidad entre pueblos y religiones.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Palabra de Dios

Ya hice suficiente esfuerzo hoy al levantarme
No intenten pedirme que cambie el mundo
que elimine fronteras
que encierre en la cárcel políticos corruptos
o que haga brillar el sol para todos.

Soy vago, perezoso y vanidoso.
Háganse a la idea de que les moldeé
a mi imagen y semejanza
así que no esperen nada de mí.

No moveré un dedo por evitar terremotos
secuestros de inocentes
o matanzas étnicas.

Me limitaré a verlo todo
desde mi cómodo trono celestial
mientras ustedes me adoran
creyendo que su vida aquí será más fácil.

Así que sigan haciendo el mal
extendiendo el miedo entre ustedes
pues sólo así seré alabado
ya que sin miedo
el ser humano es libre de ataduras morales
y yo me vería condenado a la inexistencia,
pues mi único hogar se halla en sus mentes.

Yo soy la salvación.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El reproche

Una vez escuché a alguien reprochar a sus padres el hecho de haberle dado la vida, pues esto había supuesto la condena a una existencia de dolor, miseria y tristeza. Por su culpa, había tenido que ver día a día la inmoralidad tan generalizada en la gente, la pura avaricia, la traición por una necesidad más que dudosa por poseer más que el vecino, la envidia. Sentía asco por casi todo cuanto le rodeaba y sólo aceptaba recibir consejo de unos pocos entre los cuales me encontraba yo, un anciano que había visto mucho más que él pero a la par había conseguido equilibrar el sentimiento de indignación ante la humanidad con el de amor por los escasos momentos hermosos que la vida me había concedido y aún hoy me concede.

Un día de tantos, nos encontrábamos conversando animadamente en el bar sobre los últimos casos de corrupción aparecidos en un partido político de nuestro país. Los dos estábamos de acuerdo en que la democracia era algo que había costado muchísimo instaurar aquí, mucha sangre y casi cuatro décadas de una dictadura asfixiante. No podemos ni debemos dejar que por cuatro ladrones se tambaleen los cimientos de nuestro estado. Sin embargo, observar cómo esos sinvergüenzas burlan a la justicia porque no hay condena contemplada para ellos o porque han untado al juez hasta las trancas, nos revuelve las tripas casi hasta vomitar. A continuación aparecía en la televisión la noticia de una nueva muerte por violencia de género. Ya van cincuenta este año. Y lo que queda. Nosotros, que no conocemos el amor, que vemos a la mujer como un ser igual a nosotros, al que hay que amar, cuidar y proteger y viceversa lamentábamos el suicido del culpable porque se había ido sin pudrirse durante todos los días de su vida en la cárcel.

Así pasábamos las tardes en el café. Cuando ya el sol se ponía y las luces artificiales de la ciudad iluminaban tenuemente las calles, como si fueran pequeñas caricaturas del astro rey, él siempre se marchaba asegurando que hoy sí iba a suicidarse, que ya no aguantaba más "toda esta mierda" y que mañana veríamos la noticia en los periódicos: "Hombre de mediana hallado muerto en su piso por ahorcamiento". Sin embargo, al día siguiente acudía de nuevo después de comer a tomar el café a mi lado. Se sentaba, pedía un cortado al camarero y comenzaba a hablar serenamente hasta que poco a poco se iba alterando, conforme llevaba la conversación al terreno de su obsesión, a la miseria humana.

Aquel día me había decidido a seguirlo. Quería comprobar adónde se dirigía después de marcharse. Como todos días, dejó el café entre amenazas de suicidio y miradas cada vez menos sorprendidas de una clientela ya acostumbrada al escándalo diario. Se había convertido en algo rutinario y sin importancia. Me levanté disimuladamente y caminé sigilosamente detrás de él, a una distancia prudente. No sospechó en ningún momento que alguien pudiera caminar a su espalda y al llegar a un determinado portal, se detuvo frente a él, extrajo un manojo de llaves de su bolsillo y abrió la enorme puerta empujando con fuerza. Logré situar mi pie a modo de obstáculo para que no se cerrara y entré en el rellano del edificio. Era antiguo, tal vez del siglo XIX. Tan alto y oscuro como sucio. Parecía no haber sido limpiado desde el día de su inauguración. Subió en ascensor, así que traté de ascender a la misma velocidad por las escaleras. Cualquiera que me hubiera visto se habría reído de mis torpes movimientos. Ya no estaba para estos trotes, pero la curiosidad me podía.

Al fin llegué a su piso bastante más tarde que él y para mi sorpresa, había dejado la puerta abierta. Venía un extraño olor a putrefacto. Había muy poca luz en el interior, la justa para atisbar los pocos objetos y muebles dispersos por el inmueble. No oía nada, ni el más mínimo ruido. De vez en cuando se colaba por las ventanas el sonido de un coche al pasar, pero del interior de aquella casa no venía nada. Comencé a sentir una extraña inquietud en lo más hondo de mis entrañas. Era muy extraño. Seguí avanzando por el corredor cuando me pareció ver un bulto grande que colgaba del techo. Me asusté y comencé a buscar un interruptor de la luz. Lo accioné y allí estaba él, colgado de una cuerda alrededor de su cuello. Al principio me costó reconocerlo, pues el cadáver estaba en un estado de descomposición muy avanzado. Era imposible. Acababa de seguirlo hasta su piso y parecía llevar muerto meses. Sus rasgos habían casi desaparecido para dejar paso a un rostro esquelético, casi inexistente. No pude soportar el impacto y me marché, dejando la puerta abierta a mi espalda.

Cuando llegué a mi casa, llamé a la policía y les conté lo ocurrido. Después de desplazarse hasta el inmueble e investigarlo todo me devolvieron la llamada diciéndome que aquel piso llevaba meses desocupado y no habían hallado restos de ningún cadáver. Tuve suerte de ser un anciano vulnerable y asustadizo. Por eso no me cayó ninguna condena ni me pusieron ninguna sanción. Simplemente me dijeron que lo pensara dos veces antes de llamar a la policía por nada y que visitara a algún médico por si tenía algún problema de salud, tanto física como mental. Esa noche no pude pegar ojo. Sabía muy bien lo que había visto y ningún policía fanfarrón tenía derecho a reírse de mí sólo por mi avanzada edad. Ahora mismo no sabía si estaba indignado o asustado. El caso es que esa extraña mezcla de sentimientos me imposibilitó dormir y además, ese extraño personaje había conseguido crear en mí un quebradero de cabeza insoportable.

Al día siguiente cumplí con mi ritual de bajar al café después de comer. Caminaba serenamente, algo extraño tras el insomnio y los nervios acumulados durante la noche. A pesar de todo no estaba preocupado. Mis pasos tranquilos y la entereza de mi mirada no denotaban ningún tipo de miedo ante el enfrentamiento que me esperaba al otro lado de la puerta. Mi compañero no iba a estar nunca más en su asiento. Jamás volvería a escuchar sus lamentaciones y sus quejas. Su extraña muerte me había causado un vacío nunca antes imaginado, pues el impacto de la visión que tuve anoche iba a tardar mucho tiempo en borrarse de mi memoria.

Por fin alcancé la puerta del café. La abrí con suavidad y toda la parroquia me saludaba desde sus asientos con leves movimientos de cabeza. No eran capaces de separar sus ojos de la partida de guiñote ni del carajillo que les alegraba la tarde. Me senté en la banqueta que solía ocupar todos los días junto a la barra. Pedí mi café al camarero. Me acomodé en mi posición y cuando giré mi cabeza hacia la televisión, comprobé horrorizado que allí estaba él, a mi lado.