jueves, 23 de noviembre de 2017

IN MEMORIAM

El del viento era el único sonido que alteraba el silencio de aquella calurosa tarde de verano. Es cierto que el silbido de algún vencejo, o incluso el canto de alguna tórtola adornaban la calma que se respiraba a los pies de la colina sobre la que se levantaba, cubierto por un espeso pinar, el cementerio. Tal era la magnitud de los árboles, que era necesario subir la empinada cuesta asfaltada para vislumbrar los pequeños muros de piedra gris del camposanto, una construcción sencilla aunque duradera. No era habitual que sus puertas se abrieran para acoger la llegada de algún cortejo fúnebre, pues allá abajo, en el pueblo, no vivía demasiada gente y muy pocas veces al año las campanas de la iglesia tocaban a muerto. En esas ocasiones, no había quien faltara a la misa ni a dar el pésame a la familia, pues todos se conocían y todos provenían de unos parecidos orígenes humildes, por lo que las pequeñas rencillas que la convivencia pudiera provocar en una población tan pequeña quedaban de lado, y todos lloraban la muerte de un vecino que, muy posiblemente, no tendría un relevo generacional. 

Mientras Daniel jugaba con unas pequeñas cañas de junco en la acequia o lanzaba piedras al agua, su abuela miraba impaciente hacia lo alto de la cuesta del cementerio, por donde debía aparecer su marido de un momento a otro. Sin embargo, Daniel estaba tranquilo, pues sabía que en primer lugar se oía siempre el traqueteo del motor del viejo Barreiros, el tractor rojo de su abuelo, que a él le parecía el tractor más maravilloso del mundo a pesar de ser bastante más humilde que los de sus vecinos. Daniel no lo cambiaría por el mejor John Deere o por el último modelo de Massey Ferguson, porque los otros, aun con sus imponentes ruedas y sus cómodas escalerillas para acceder a la cabina, no tenían ese pequeño elevador en el que su abuelo lo subía para después tenderle la mano y sentarlo a su lado, en la pequeña repisa situada sobre la rueda trasera que siempre dejaba despejada para posar a su nieto.

Así, Daniel marchaba feliz, pero no feliz de cualquier manera. Feliz de ir junto a su abuelo, que volvía tras una larga jornada en el campo, a quien no había visto en todo el día, y disfrutando de lo que más le gustaba, que era ir en su tractor. Su cuerpo se agitaba por las fuertes vibraciones del motor, causándole la sensación de que iban a hacer saltar las piezas en cualquier momento, pero le gustaba notar cómo su voz se agitaba mientras hablaba con su abuelo en el breve trayecto a casa.

Primero atravesaban el camino de piedras bajo el pinar, para después pasar al asfalto de la calle Riberanos, la más septentrional de El Bayo. Más allá, los sempiternos pinares, los huertos y los campos de cereal, que habían supuesto el mayor medio de subsistencia de los habitantes del pueblo pero que, poco a poco, habían ido dejando de ser tan rentables. Las generaciones jóvenes habían buscado el sustento fuera del pueblo, y muchos habían emigrado a Ejea o a la capital, quedando El Bayo como lugar de descanso en el verano, puentes o fines de semana. Daniel era hijo de esa generación, pues todos sus tíos y tías, así como su madre, habían abandonado el pueblo durante su juventud y de una casa de nueve hijos sólo habían quedado allí sus abuelos, resistiendo con imperturbable serenidad.

Cuando por fin llegaban a casa, su abuelo bajaba del tractor para abrir la puerta del corral y Daniel se quedaba sentado en la repisa intentando alargar un poco más el viaje. Su abuela todavía caminaba tranquila de regreso a casa, pues le gustaba pasear mientras veía alejarse el tractor a través de los pinos, con su marido y su nieto felices a bordo. Y eran felices porque parecía que la vida iba a ser así siempre, porque no merecía la pena pensar en el futuro. Porque quizá en esos momentos se encuentra el paraíso que tanto anhelamos. El paraíso en el que habita mi abuelo o, al menos, en el que me gusta imaginarlo.

domingo, 2 de abril de 2017

22 de marzo de 2017

Querido abuelo:
Hace hoy cien años que naciste. Y había que tener valor para hacerlo en un momento tan convulso. Una revolución en ciernes en Rusia, una terrible guerra que asolaba Europa y uno de los años más conflictivos de la España del siglo XX -que ya es decir-. Ahora bien, reconozco que elegiste un lugar privilegiado. Dudo de la existencia de lugares más tranquilos y hermosos que Tobed, ese pueblecito a orillas del río Grío, rodeado de olivos, melocotoneros, cerezos y todos los árboles frutales que uno pueda imaginar, del que siempre fuiste un amante enloquecido. 

Siempre que nos hablabas de tu infancia lo hacías de tu madre, Vicenta Orueta. Menuda mujer debió de ser mi bisabuela. No te miento si te digo que es una de las personas que más me habría gustado conocer. Y es que, en una época en que lo habitual era encontrar a las mujeres en la casa criando a los hijos, mi bisabuela se dedicó a la enseñanza, recorriendo escuelas en las que impartir sus lecciones. Y tú, siempre con ella, ya fuera en Calatayud o en Belandia, ese agreste rincón de Vizcaya del que tanto te gustaba hablarnos. Por cierto, Ángel Durana, tu amigo de la infancia, sigue recordándote a pesar de sus casi cien años. Y esa es otra de las cosas que más me gustaban de ti, abuelo, tu nobleza, fidelidad y amor incondicional a cuantos formábamos parte de tu vida.

Sin duda, tu espíritu aventurero y tu amor por la docencia los heredaste de tu madre. Nunca me cansaba de escuchar esas historias que nos contabas de tus años como maestro en Guinea. Te dieron incluso para escribir el manual que empleaban los alumnos en la escuela. Todavía conservamos -y lo haremos siempre- unos pocos ejemplares ya muy ajados por el paso del tiempo, pero se pueden leer con comodidad. No te voy a negar que me resulta muy absurda la idea de que unos chavales guineanos tomaran a Franco por su caudillo o a la virgen del Pilar por su patrona, pero también conozco y entiendo el contexto en que fue escrito. 

Uno de mis momentos favoritos de la infancia era ir contigo a Tobed en el coche y surcar la carretera de Santa Cruz de Grío mientras nos contabas los cuentos que inventabas cuando mi padre y mi tío eran pequeños y se les hacía largo el viaje. Me parece una genialidad que incitaras a mi padre a comer bien con la historia de "La carrasca encantada" y me resulta especialmente bonita la de "El moro encantado", pues podría ser perfectamente una de esas leyendas de la época de la mal llamada reconquista que todavía perviven. 

Me he ido un rato a mirar una vez más las fotos en las que salimos juntos, dejando esto a medias porque no me terminaban de salir las palabras y porque la emoción tampoco me permitía seguir escribiendo. Parece mentira que aunque te marcharas hace diez años siga tan vivo tu recuerdo. Hay veces que todavía te oigo llamando "aló, aló" con tu voz grave y fuerte pero llena de calidez, de tu ventana a la mía. Menos mal que todavía está la abuela y ella nos sigue saludando con la mejor de sus sonrisas cuando nos asomamos a la vez a la ventana. No sabes cuánto te echa de menos. Creo que si de alguien he aprendido lo que era el amor, ha sido de vosotros y de mis abuelos Mariano y Pilar. Toda una vida juntos y ellas, aunque viudas, siguen amándoos como si aún siguierais aquí. Como si el tiempo se hubiera detenido el día que os marchasteis. 

Y es que, uno de los momentos más duros de mi vida fue cuando sacaban tu cuerpo inerte de tu habitación y yo abrazaba a mi abuela en el cuarto de al lado, sentados y abatidos. Tratando de consolarla cerré la puerta para que no viera cómo esos dos extraños se te llevaban dentro de ese horrible saco. Nunca supe lo que era la tristeza hasta ese momento. Y mira que hoy no quería recordar ese día, pero esto de los sentimientos y de los recuerdos es difícil de controlar cuando se abren en canal.

Me despido con esta fotografía donde salimos los dos. Yo apenas era una criatura de unos meses de vida y te miraba divertido e inocente mientras me hacías alguna monería. Soy incapaz de recordar ese momento pero seguro que en ese instante no había nada más importante que nosotros. Ahí estábamos Daniel Salanova frente a Daniel Salanova. Con qué orgullo decías siempre mi nombre. Nos quedaban todavía diecinueve años para conocernos y disfrutar el uno del otro. Ojalá volvieran a empezar.

Feliz cien cumpleaños, abuelo.