miércoles, 29 de febrero de 2012

Meta

De todas las frases hermosas y llenas de esperanza que he escuchado estos días, ésta se me ha quedado grabada para siempre:

"Dirán que vamos esparciendo semillas al viento, pero sólo así podremos hacer florecer el cielo".

Davide Rossi

lunes, 27 de febrero de 2012

Gris Marino

Llego a casa y mi ropa todavía huele a mar. A pesar de que la estancia ha sido corta, aún se puede percibir el aroma a sal y brisa que acaricia la arena de la playa. No importa que ya me encuentre a más de quinientos kilómetros, pues el color grisáceo de la costa cantábrica en los días nublados permanece grabado en mis ojos. Mis huellas todavía deben permanecer frescas en la arena aunque tal vez la marea haya alcanzado en la noche el recorrido que hice hace menos de un día a la orilla del océano. Pero tal vez no sea ésta la mayor sensación de libertad que he alcanzado estos días.

Las gentes que habitan un lugar también forman su paisaje. Son un elemento imprescindible que ayuda a comprender la naturaleza y la vida. Mirando a sus ojos o su forma de caminar comprendemos que sufren los avatares del clima norteño, la niebla casi constante que invade sus costas, la lluvia que baña y rellena la bahía santanderina. No obstante, permanecen altivos frente al clima y como los rayos de sol que en el mediodía de ayer vencieron a las nubes, ellos también desafían al mar y salen victoriosos, como en aquellas expediciones que llevaron a muchos de sus habitantes más allá de donde su imaginación podía abarcar.

No me canso de subir y bajar cuestas, de patear las calles que serpentean junto al mar y terminan siempre llevándome de vuelta al centro y origen de todo. Allí descubro las olas rompiendo con fuerza en una roca que han ido esculpiendo desde mucho antes que el ser humano alcanzara este lugar. Aquí, donde se inició la investigación marina en España durante la segunda mitad del siglo XIX, donde grandes cetáceos decidieron poner fin a sus vidas, puedo decir que me siento feliz y libre cuando una gaviota se abalanza sobre el mar para agarrar su presa, cuando el pequeño pesquero sale de puerto hacia algún lugar más allá del horizonte a faenar, cuando en la noche el sonido del mar se confunde y mezcla con la música que suena en las calles y en los bares, cuando duermo y al despertar, el azul inconfundible del océano está frente a mis ojos.

viernes, 17 de febrero de 2012

En tiempos de guerra

Se había roto el silencio del mismo modo que el mar rompe con fuerza en el acantilado. Tras unas horas en las que había reinado una calma absoluta, el sonido de las sirenas dio paso a caras de preocupación, pasos precipitados y carreras hacia el refugio más cercano. Nadie miraba, nadie sentía, nadie preguntaba a quien tenía al lado si necesitaba ayuda. Cada cual sabía lo que tenía que hacer en ese instante pues el protocolo era estricto ante situaciones de emergencia.

El estridente rugido de alarma causaba un dolor de cabeza atroz, una jaqueca insufrible que obligaba a los escasos viandantes a taparse los oídos con las manos, con papel o con lo que tuvieran más cerca. Algunos, previsores ante la reiteración de la señal un día tras otro, ya habían salido de casa con tapones en los bolsillos que les ayudaban ahora a amortiguar el acoso del agudo ruido.

Ruido de guerra, ruido de incertidumbre ante lo que ocurrirá tras el bombardeo o siquiera si llegará en algún momento. La espera en los sótanos y refugios a las explosiones era casi peor que los temblores y desprendimientos de polvo y escombros causados por ellas. El silencio construido con la fuerte respiración de unos y otros, cuyas miradas iluminadas por el miedo cortaban la oscuridad reinante en el subsuelo, amortiguaba el eco de las sirenas y el estruendo de los misiles al caer sobre las calles de la ciudad desolada por el odio y la muerte.

Cuando cesan durante cinco segundos las explosiones, cuando parece que ésta ha sido la última, que no va a haber más, la penumbra brilla con un suspiro colectivo. Los abrazos construidos durante el ataque, férreos como raíces que se adhieren al subsuelo en busca de agua, encuentran su preciado líquido en el amor y la esperanza ante la supervivencia. Son el símbolo de que la condición humana no se pierde en las situaciones más graves, de que nuestra única pertenencia, más allá de banderas, es el amor por y de quien nos rodea. En medio del caos sobrevive siempre esa llama como una chispa milagrosa incólume a la lluvia, al frío o al viento.

Y ese amor es ilimitado, polisémico, multifacético. Nos refugiamos en él como si fuera la más cómoda almohada. Algunos le llaman "ideales", otros "familia" (en todas sus variantes) y otros "dios" (con múltiples nombres y acepciones), pero el amor termina siendo la esperanza de todos. Lo último que se pierde.

sábado, 11 de febrero de 2012

La vieja torre

Cuando las primeras luces del sol acarician las baldosas blancas y verdes, se convierten en espejos que animan al barrio a comenzar un nuevo día, desperezando a sus habitantes que desafían al frío invernal mientras se despegan las sábanas que durante la noche se han adherido a su cuerpo. Su reflejo transmite el calor que el astro rey aún es capaz de ofrecer en esta época del año. Poco a poco se vislumbran de nuevo los colores, conforme las horas del día pasan y la posición de la luz cambia respecto a la antigua torre. Es el primer monumento que veo todas mañanas, la silueta que inevitablemente recorren mis ojos cuando atravieso el umbral del edificio que habito y giro mi vista a la izquierda.

A su lado pasan cientos de personas al día que no reparan en su belleza. Van demasiado despistadas ojeando el periódico recién comprado en la quiteria, o charlando con la vecina tras haber adquirido la barra de pan en el horno de la plaza, o simplemente se trata de estudiantes que repasan mentalmente los conocimientos antes de un examen. Dejan de lado a la torre que les ha vigilado desde que nacieron, pasando junto a ella como si de una farola se tratase.

Sin embargo, las formas mudéjares la dotan de una belleza sublime, constituyendo un patrimonio único cuyo deleite es obligatorio si alguna vez pasas bajo ella. Arcos mixtilíneos y de medio punto, paños de cruces que con sus diversos brazos forman rombos, otorgándole un aspecto hipnótico que me hace olvidar por un momento cuanto hay a mi alrededor. Dejo de escuchar el ruido de los coches y las obras para sumergirme en sus colores y en sus formas, en el cobrizo ladrillo y en las cerámicas verdes y blancas, en sus juegos poligonales y su ascenso más allá de los vetustos edificios que la rodean.

Todavía bajo ella se puede sentir la tolerancia y convivencia existente en esta ciudad cuando era capital del reino de Aragón y se permitía a los musulmanes conservar su religión teniéndoseles en buena estima como constructores y artesanos, o como transportistas para traer a través del Ebro mercancías desde el Mediterráneo. Lástima que el odio y la sinrazón se apoderó de las gentes del lugar, obligándoles a una conversión o al exilio. Cuánto debemos hoy a los antiguos habitantes de nuestras tierras de quienes heredamos un patrimonio único en Europa.

Vuelvo ya a casa por la noche y la torre parece distinta. A pesar de las farolas, la penumbra inundaría el barrio de no ser porque la luz que baña sus carnes de ladrillo, esta vez artificial, ilumina nuestros corazones al regresar al hogar. Asida a la tierra con unas raíces profundas, segura y radiante en su plenitud pues tal vez nunca ha estado tan mimada como ahora, me mira y me despide pues llevo veinticuatro años pasando bajo ella y ya casi siento que es mía.

Si creéis mis palabras, venid vosotros mismos a comprobar que no exagero. Buscad la torre que preside la iglesia de la Magdalena en Zaragoza y me daréis la razón. Y si queréis, llamadme para acompañaros a dar un paseo por el barrio. Lo haré encantado.