miércoles, 24 de marzo de 2010

Extraño comportamiento

Se sentaron frente a mí en el autobús. Ella se mostraba reacia a las caricias que él trataba de ofrecerle. No sabría decir si era un rechazo por timidez o por miedo, pues sus ojos reflejaban una expresión poco concreta. Él pasó su brazo por encima de los hombros de la mujer, pero ésta se mantenía distante, tratando de que sus cuerpos no se rozaran. El tipo hablaba mientras ella no prestaba mucha atención. Parecía que no tuviera mucho interés en la conversación, claro que él no se daba cuenta y seguía atosigándola con sus mamarrachadas.

Ella tendría unos cincuenta años, pelo rubio, corto y rizado así como una cara desgastada por la edad. Sus manos estaban curtidas en mil y una batallas, causa de la dureza de su piel. Él ocultaba una galopante alopecia bajo una visera, pero todavía conservaba parte de su cabello, el cual asomaba allende su gorra terminaba. Las facciones de su cara eran rudas a la par que simpáticas, una mezcla que no me ofrecía demasiada confianza, pues no me dejo guiar por el rostro de las personas, ya que la verdadera personalidad se halla más allá de unos simples rasgos faciales.

Me sentía un poco incómodo sentado frente a ellos, pues la actitud de la mujer no era demasiado usual y menos ante las muestras de cariño de quien supuestamente es su pareja. Todo eso me daba muy mala espina, pero tuve que levantarme para pulsar el timbre y que en la próxima parada se abriera la puerta para bajar del autobús. Entonces enfilaría el camino que me lleva derecho a mi hogar.


martes, 2 de marzo de 2010

Una de mafiosos

Fue así de fácil. Sólo tuve que apretar el gatillo para ver cómo la bala se incrustaba en lo más hondo de su cerebro. No me creía capaz de hacerlo pero le disparé. Murió con expresión incrédula, anonadado por un valor del cual no me creía poseedor. Su sangre salpicó mi gabardina al tiempo que en mi rostro se dibujaba una mueca de asco. Sólo pensar que jamás podría eliminar los restos de sus fluidos de mi chaqueta me producía náuseas.

No me arrepentía de haberle matado. Había sido siempre un ser humano atroz, desde que le conocí en la escuela con diez años. Entonces ya era el matón de la clase y nunca perdería su rol. Enseguida se rodeó de secuaces patéticos, quienes reían sus gracias. Se ganó muchos castigos por vivir al margen de la ley y cuando abandonó el colegió se vio enrolado inmediatamente en el mundo de las mafias. Reconozco que era un tipo inteligente, pues no es fácil trepar a la velocidad que él lo hizo dentro de un cártel. Pasó de chico de los recados a padrino en apenas cinco años, un caso excepcional ante el cual todos los policías nos quitábamos el sombrero, pues el sistema camorrista no da muchas oportunidades de escalar en la pirámide del poder. Sin embargo, Garrone era distinto. Se sabía ganar fácilmente la confianza de la gente y su cara de niño bueno ocultaba el monstruo que bajo su piel habitaba. Ah... cómo me gusta emplear el pretérito imperfecto para hablar de él, pues eso significa que está muerto. Bueno, volvamos a donde estábamos. Garrone poseía unas dotes esenciales para llegar donde llegó: era alto, bien plantado, de espaldas anchas y piel morena. Se podía decir que era un seductor nato y no sólo con las mujeres, sino también con aquellos hombres de quienes podía sacar provecho. No me malinterpreten, Garrone nunca tuvo un lado sexual oculto, simplemente usaba las habilidades diplomáticas que su cuerpo le otorgaba para engatusar a sus superiores y manejarlos a su antojo. Sus movimientos eran elegantes, un complemento perfecto para su astucia, una auténtica bomba de relojería. Se rumoreaba que se había acostado con más de doscientas mujeres, aunque entre los policías es bien sabido cuánto exageran los camorristas en estos temas.

El caso es que Garrone había conseguido controlar el noventa por ciento de la droga que se movía en España. Tras una fulgurante carrera en Nápoles, cuyo puerto era casi patrimonio de su cártel, llegó a nuestro país con el único objetivo de hacerse con la distribución de toda la droga que entrase bien desde América Latina, bien desde Marruecos, o bien desde Italia. Esta era una misión prácticamente imposible, pues los cárteles del centro y el sur de América no se andan con chiquitas. Por menos de nada te cortan los huevos y te los hacen comer de uno en uno mientras te arrancan las cejas con unos alicates. Así las toman con quienes se cruzan en su camino. Sin embargo, Garrone fue un hueso duro de roer. Consiguió engañar a los camellos encargados de distribuir la droga en España y poco a poco los narcos sudamericanos fueron viendo cómo sus ingresos descendían bruscamente. Poseía plenos poderes, pero le cogimos. Y es que Garrone también tenía trapos sucios, sucísimos más bien. Una serie de asesinatos entre los más altos cargos de los cárteles sudamericanos y centroamericanos nos pusieron en alerta. Así pues, comenzamos a investigar cuando un día descubrimos en un piso franco una serie de fotografías en las que Garrone aparecía orinando sobre los cadáveres de estos desgraciados. No nos hizo falta una gran capacidad de deducción para darnos cuenta quién era el responsable de las muertes.

Las pesquisas nos dirigieron hacia una mansión situada a las afueras de Madrid, en un tranquilo paraje de la sierra. Iba junto a mi compañero, Estévez, en un coche patrulla camuflado. Dos guardias trajeados y con gafas de sol permanecían firmes frente a la puerta de entrada. Nos identificamos y nos dejaron pasar sin oponer resistencia, hecho que sin duda nos sorprendió. Una vez dentro descendimos del coche y fuimos dirigidos por una hermosa mujer hacia un gran salón decorado con gusto deleznable. Estaba claro que Garrone no invertía en decoradores, aunque no estábamos allí para tomar nota de los interiores, sino para aclarar ciertos asuntos. Comenzamos a hablar amistosamente tratando de extraer algún tipo de información, pero Garrone esquivó nuestras preguntas sin dificultad alguna. Finalmente no nos anduvimos con rodeos y le mostramos las fotografías, recomendándole que se entregara pacíficamente o las cosas se pondrían mucho peor. Ante un chasquido de dedos de Garrone, una tropa de gorilas se abalanzó hacia nosotros. Les esquivamos a la par que disparábamos sin tregua contra sus cuerpos, los cuales caían en el suelo ya sin vida. Al final, sólo quedamos Garrone y yo. Nos batimos en una dura pelea de la cual tardé varios días en recuperarme, pero fui capaz de atravesarle la sién con una certera bala, tal como os he relatado al principio de esta historia.

Ahora me hallo recluido en prisión, pagando por mis delitos de colaboración con organización mafiosa y distribución de sustancias ilegales en España. Sí, soy un policía corrupto -bueno, lo era- que desde el principio de su carrera trabajó para Chico Varela, uno de los narcos más importantes de México. He permanecido bajo la larga sombra de la justicia largo tiempo, pues cuando asesiné a ese maldito napolitano, un chivatazo hizo saltar todas las alarmas. Comenzó a investigarse dentro del cuerpo de policía a todos aquellos que habíamos participado en el caso y como podéis deducir, me pillaron.

Yo también soy italiano. Aunque nací en Palermo, mi familia se vio obligada a emigrar hacia Nápoles cuando yo tenía nueve años por motivos laborales de mi padre. La vida en la ciudad no era fácil. La camorra estaba presente en todas las instituciones y hechos que sucedían cada día a los pies del Vesubio. Se podía respirar un ambiente enrarecido, una tensión creciente cuando una guerra estallaba entre familias. Explosiones, accidentes, cadáveres acribillados a balazos... El ambiente no era el más idóneo para un niño de mi edad, aunque bien es cierto que Palermo tampoco era un sitio muy recomendable, pues la Cosa Nostra ejercía una influencia similar a la de la Camorra napolitana. En ese ambiente conocí a Garrone, el tipo más duro de la escuela, un cerdo que violó a mi hermana sólo porque fue incapaz de seducirla y al que no volvería a ver hasta veinte años después.

Marché a España cuando terminé el instituto e ingresé en el Cuerpo Nacional de Policía, pasando pronto a trabajar en la brigada antidroga. Mientras investigaba un alijo incautado en una barcaza requisada en Vigo, interrogué a uno de los secuaces de Chico Varela. Prometió darme mucho dinero si intercedía por él ante el juez y como mi sueldo no era muy elevado, pensé que me vendría bien una ayuda para mi familia, la cual se hallaba en una difícil situación tras el repentino fallecimiento de mi padre. Ayudé a aquel tipo y el juez le rebajó la condena a un año de prisión o al pago de una ridícula indemnización. Así pues, Chico Varela, muy agradecido por haber ayudado a uno de sus gregarios, comenzó a darme dinero a la par que me pedía cada vez favores de mayor importancia. Me vi sin querer metido en uno de los cárteles más importantes de América Latina, mientras al otro lado del Mediterráneo, Garrone se hacía con el poder en Nápoles y ya planeaba dar el salto a España, puerta a Europa de la droga producida en los países centro y sudamericanos. Ese maldito napolitano, por quien sentía un odio visceral, se había cruzado en el camino de uno de los narcotraficantes mas peligrosos y nocivos del planeta. Mi misión consistía en eliminarle haciéndome pasar por lo que era, un honrado policía. Bueno, lo de honrado podéis obviarlo. El caso es que cumplí con sumo gusto mi papel, pues pude vengar la afrenta cometida por Garrone contra mi hermana y mi familia veinte años atrás.

Todavía me quedan catorce para dejar la prisión y entonces ya no tendré edad para trabajar ni para buscar un trabajo. Sin embargo, cada vez que recuerdo el rostro atónito de Garrone cuando apreté el gatillo, siento un inmenso placer, dibujándose una sonrisa diabólica en mi rostro. Mereció la pena.