jueves, 30 de junio de 2011

Les nuits parisiennes

Demain je vivrais une autre fois, ma nuit parisienne pleine d'amour, de lumière et de feu. Je serais une âme sauvage qui rit et pleut avec les sons d'un vieux moulin à côté de la place du Tertre, quand le dernier peintre de cette ville, dessin mon visage sur le ciel.

Bonne nuit tout le monde. Jusqu'au la prochaine semaine.


Et j’vis toujours des soirées parisiennes
et j’voudrais vivre des soirées belles à Sienne
Et vivre au vent, au feu, à cent,
M’ouvrir au sentiment

Commencer par voir si l’amour bat son plein
Et si Lucien, il a perdu son chagrin
J’voudrais t’emmener au dessus d’un volcan
Brûler mes os faire transpirer mes sentiments

Et j’vis toujours des soirées parisiennes
Et j’voudrais vivre des soirées brésiliennes
Et t’emmener haut t’saluer bas chanter des chansons
Chanter tout bas notre amour pour les quat’ saisons

Commencer par voir si c’est pour aujourd’hui
Ou bien tout ça, si c’est pas compris
J’voudrais bénéficier de ton absence j’voudrais savoir pour ce soir

Et j’vis toujours des soirées parisiennes et j’voudrais vivre des soirées brésiliennes
Et j’vis toujours des soirées parisiennes
Et j’voudrais vivre des soirées belles à Sienne ....

(Les nuits parisiennes. Louise Attaque)

martes, 28 de junio de 2011

Si tú me dices...

Hay mañanas en las que las legañas copan tus pestañas cuando el teléfono suena y penetra en tus oídos como la mayor de las torturas. Todavía torpe, agitas tus brazos tratando de hallar con tus manos ese pequeño objeto entre la maraña de libros y discos desperdigados por tu mesa. Por fin lo encuentras, pero te das cuenta de que a pesar de tener los ojos abiertos no ves nada. Debes frotártelos con tus dedos para despejarlos de cualquier mucosidad y entonces consigues vislumbrar en la pantalla quién trata de hablar contigo a estas intempestivas horas. El teléfono no aparece registrado en tu agenda y tu voz grave, reseca, responde con curiosidad ante el desconocido. La voz te exhorta a levantarte, amenazándote con molerte a palos en caso de no hacerlo. Apartas tus sábanas con una rapidez inusitada, saltando de la cama como si alguien te hubiera tirado un cubo de agua fría en la cabeza, totalmente aturdido. El teléfono se ha caído al suelo, la llamada se ha perdido y ahora no sabes cómo continuar. Estás de pie a las siete en punto, una calurosa mañana de junio. Los termómetros marcan treinta grados y probablemente a mediodía alcanzarán los cuarenta. Miras la cama vacía, abierta, esperando ser ocupada de nuevo por tu cuerpo, pero la amenaza que acabas de escuchar te taladra la cabeza como el peor de los maleficios. Estás a punto de tumbarte cuando suena el teléfono. "No puede ser", piensas, pero sí. Está ocurriendo. Aun con la batería en la otra punta de la alfombra, en el aparato suena la suave melodía de Yann Tiersen que usas como tono. Al principio te asustas, pero finalmente te agachas y respondes la llamada con voz prudente, inevitablemente intranquila. Ahora te obliga a limpiar la casa para que esté como los chorros del oro cuando vuelva tu mujer. Te pones enseguida manos a la obra. Barres, friegas y limpias el polvo casi a la velocidad de la luz. Cuando terminas tu tarea, escuchas de nuevo el aparato. En esta ocasión, debes llenar la bañera con agua caliente y pétalos de rosa. Le dices a la voz, asustado, que no tienes tantas flores en tu casa, pero la única respuesta es que debes hacerlo sí o sí. Suerte que en el patio hay rosales de sobra, pero a los vecinos no les hará ninguna gracia encontrarlos descabezados cuando bajen a pasear. Te la sopla. Lo primero es lo primero. Una vez has materializado el disparate, te sientas en el sofá a punto de llorar. No entiendes qué está pasando. Tú sólo estabas durmiendo en tu primer día de vacaciones y a alguien le dio por amargarte la existencia. Ahora suena el timbre de tu piso. Abres. Tu mujer sonríe y te abraza tras días sin verte. No te importa si le fue bien en el congreso. La desnudas liberado de toda tensión -ella no puede desnudarte a ti porque ya lo estabas- y le haces el amor totalmente entregado. Cuando terminas, ella comienza a reírse y te pregunta, "entonces, ¿está listo mi baño de pétalos de rosa?"

domingo, 26 de junio de 2011

Fotografía

Caminaba a trompicones después de una noche de excesos. Las calles adoquinadas ofrecían un aspecto desolador a las cuatro de la madrugada. Botellas esparcidas en mil pedazos, vasos de plástico en cada portal y curiosas estampas protagonizadas por jóvenes con un grado etílico en sangre bastante elevado.

El sueño había empezado a invadirme hacía ya un buen rato, por lo que decidí abrirme y sin que nadie se diera cuenta me esfumé de aquel asqueroso bar en el que ponían una música demasiado estridente para ser soportada por mis oídos. Caminaba con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos cuando me di cuenta de que uno de los cordones de mis zapatos se había desatado. Me agaché para anudarlo. Distinguí entonces, sobre las sucias baldosas, una pequeña fotografía. Antes de cogerla, la contemplé. Se trataba de un retrato tamaño carnet que reflejaba el rostro delicado de una chica preciosa. Miré a mi alrededor para ver si localizaba a la susodicha, pero nadie se asemejaba a la efigie que aparecía en la imagen.

Decidí levantarme y proseguir mi caminata hasta casa. La noche era calurosa, una de esas típicas noches de finales de junio en Barcelona. Soplaba una ligera brisa mediterránea cuya intención parecía ser la de animarnos a llegar de vuelta al hogar a pesar del cansancio. Había guardado la fotografía en el bolsillo derecho de mi pantalón, habiéndola olvidado prácticamente cuando me encontré frente a frente con el rostro reflejado en ella. Mi mirada debió reflejar una súbita sorpresa, pues frunció el ceño cuando me miró, extrañada ante mi especial actitud. Extraje de mi bolsillo la fotografía y las comparé. Sí. Era ella. No había lugar a duda. Su reacción fue extraña. Sonrió cuando afirmé rotundamente haberla encontrado, pero dio un paso atrás tras tender mi mano con intención de devolverle aquello que había perdido.

"Puedes quedártela" me dijo, "pero es tuya. Supongo que la necesitarás más que yo". "Tal vez, pero así siempre podrás recordar mi rostro la próxima vez que nos veamos". Me temblaba la voz e incluso las piernas. Estaba hecho un flan. No sabía qué decir, cómo reaccionar. Le pregunté si le apetecía dar un paseo. Es una pregunta de mierda, lo sé, pero el destino parecía habernos juntado aquella noche y fue lo primero que se me pasó por la cabeza. Ella volvió a sonreír y el mundo se estremeció de nuevo. "Vale". Su respuesta fue parca, pero no eran necesarias más palabras. Se aferró a mi brazo derecho y comenzamos a caminar.

Anduvimos tanto, tanto, que se nos terminó la ciudad, el país, el planeta. Y a mí, jamás se me volvieron a desatar los cordones.

martes, 21 de junio de 2011

Gracias a:

Federico Jiménez Losantos.

César Vidal.

La Gaceta.

La Razón.

Intereconomía.

Y a tantos otros periodistas y medios de comunicación de la extrema derecha que me insultan e insultan a los miles de españoles que llenamos ayer las calles en ciudades de todo el mundo protestando por unos principios justos e igualitarios para todos.

Así sólo conseguís indignarme todavía más e insuflar en mí los ánimos suficientes como para seguir esta lucha pacífica hasta lograr nuestros objetivos empleando únicamente la palabra.

Detesto la violencia, así como vuestros insultos. Nunca esgrimiré un arma distinta a la de un argumento racional.

Vosotros sois los que os descalificáis a vosotros mismos.

Seguid así. Sólo conseguiréis que cada día haya más indignados.

sábado, 18 de junio de 2011

Nubosidad variable

Se encerraron en el sueño proscrito de un náufrago. Jugaron a buscar entre su pelo luciérnagas para alumbrar la noche más oscura. Alguien llamó entonces a la puerta, pero no había pomo con que abrirla. Los golpes se hicieron insistentes, formando ritmos indescifrables, contraseñas casuales para una mente novata. Taparon sus oídos con algodón de nube mientras reían despreocupados, palpando con sumo gusto sus partes pudendas. La mascarada se inició paulatinamente, sin avisar. Llegado el momento, se percataron de que habían perdido el sentido. Sus ojos se nublaron ante la borrasca, llorando litros de elixir que iluminaron todo cuando se posó bajo las plantas de sus pies. Mientras tanto, los seres humanos se ahogaban en paños mojados un día que decidieron vestir de traje. Qué osadía.

jueves, 9 de junio de 2011

De pequeño

Juego al borde de la acequia a dibujar en la tierra húmeda cualquier cosa que se me pase por la cabeza con una pequeña rama que acabo de recoger del suelo. Mientras destruyo la uniformidad de la arena para crear mi obra, las ranas saltan asustadas al agua, huyendo del terrible invasor que ha osado adentrarse en su hogar. Más atrás, la carretera se bifurca en un camino de tierra que lleva hasta el pueblo. Miro a mi derecha y observo a mi abuela caminar por el asfalto, tratando de percibir antes que nadie el ruido de un motor, pero no se oye nada salvo el canto de las cigarras y el reloj de la iglesia dando puntual las ocho de la tarde. A mi izquierda está mi bicicleta azul, la misma en la que hace un año aprendí a montar. La he decorado con las pegatinas de futbolistas que vienen en los chicles, aunque no tengo muy claro quiénes son esos tipos. Me canso de dibujar. Suelto la rama en la acequia y la veo alejarse empujada por la corriente. Imagino un barco a la deriva, descontrolado por la fuerza del agua, dirigido hacia alguna catarata mortal. Pero no se trata más que de una simple acequia.

Me pongo de pie e incorporo mi bicicleta. Empiezo a pedalear cuesta arriba. El ascenso es duro, pero la recompensa merece la pena. Desde lo alto, a pesar de la frondosidad de los pinos, hay un hueco a través del cual se ve toda la llanura. El Bayo, a la derecha, formando un cuadrado perfecto, presidido por la cigüeñas que coronan el campanario de la iglesia. Más abajo, los campos de trigo, cebada, arroz y girasol tan típicos de las Cinco Villas. El verde y el amarillo priman sobre los demás colores, formando un tapiz que se pierde en el horizonte y parece llegar hasta las Bardenas Reales. Incluso más allá, donde el Moncayo se yergue como un dios bondadoso que contempla su obra. Me siento en la cima del mundo y justo entonces me dejo arrastrar por la gravedad, deslizándome por la rampa a toda velocidad. El viento penetra con fuerza en mis oídos, siendo incapaz de escuchar cualquier otra cosa. Me agarro con fuerza al manillar y los dedos se me van inevitablemente hacia los frenos. Siento que voy a despegar en cualquier momento pero sin darme cuenta, llego al final de la cuesta. La velocidad desciende paulatinamente aunque yo mantengo una posición aerodinámica, igual que Induráin cuando desciende los puertos franceses en el Tour. Este año también va a ganar y me iré a Pamplona a recibirlo. ¡Es el mejor!

Mi abuela me espera con los brazos abiertos y cuando estoy junto a ella me señala el lugar del que acabo de bajar. Ya se oye el traqueteo del viejo tractor de mi abuelo. Su color rojo se distingue entre los pinos y yo salto de alegría porque voy a montar de nuevo con él. A través de los cristales, aunque sucios, veo las gafas de sol que siempre lleva y la boina tapando su reluciente calva. Cuando llega a nuestra posición, detiene el vetusto Barreiros para que me suba en el brazo elevador hasta la cabina. Me siento a su lado, pegado a la ventana y mi abuela nos dice adiós con la mano mientras lleva mi bicicleta de vuelta a casa. Ahora mismo, no hay nada en el mundo que me guste más que esto.

martes, 7 de junio de 2011

La piel del oso

La ventana se abre aparentemente sola, pero enseguida surge del interior una silueta con formas femeninas. Los brazos morenos sobrepasan el alféizar, estirándose sobre el tendedor mientras su rostro aparece fruncido a causa del impacto que produce la luz del Sol en sus ojos. Tarda un poco en mutar su gesto hasta mostrar la expresión serena cuya tez posee, una dulzura absoluta que irradia felicidad.

La observo desde el parapeto que me ofrece la doble ventana de mi habitación en las mañanas luminosas, cuando puedo mirar a través del cristal sin temor a ser visto. Es pizpireta y sus movimientos taciturnos muestran una total despreocupación por el trabajo que realiza, así como un grave desconocimiento ante el vecino fisgón que la espía. Cuando recoge una prenda, la sacude bien antes de depositarla en algún lugar que no alcanzo a ver desde mi posición. Me resulta curioso observar a esta mujer. Es muy hermosa, he de reconocerlo, pero un tirillas como yo tiene pocas opciones de seducir a una dama como ella. Desde aquí imagino su nombre. ¿Azahar? No. No creo. Demasiado florido. Parece más sencilla. ¿Tal vez Beatriz? Bueno, sí. Tal vez. Pero no sé si estaría dispuesto a bajar a los infiernos por ella, como hizo Dante por su amada de mismo nombre. Fernanda, Luisa o cualquier nombre de vieja quedan por supuesto descartados. Creo que se llama Alicia. Sí. Puede ser. Parece inocente como la niña que siguió al conejo hasta el País de las Maravillas. Además, me encanta ese nombre. Alicia evoca en mi mente la alegría de la infancia, la belleza del desparpajo, la naturalidad con la que una niña se dirige a cualquiera que se encuentra por la calle.

Alicia sigue descolgando la ropa del tendedor mientras me enamoro de ella. Lleva una camiseta blanca algo escotada en la que hay unas letras estampadas. No entiendo el mensaje pero no me importa. Podemos ir a dar un paseo, sentarnos en la hierba junto al Ebro, mientras la sombra de un álamo protege nuestra piel del Sol. Tomar un té de manzana y otro de frutas del bosque para intercambiar sabores con nuestras lenguas en un beso largo y suave. Después, pasear entre las ruinas del viejo teatro romano, jugar al escondite entre los bloques de hormigón que aún se conservan, buscando un beso como recompensa final por encontrarnos el uno al otro. Llegar a casa para, a tientas en la oscuridad, abrazarnos y caminar torpemente a lo largo del estrecho pasillo hasta alcanzar su habitación, donde caemos desnudos en la cama y hacemos el amor.

Pero recuerdo que no sé su nombre, que ella sigue quitando la ropa del tendedor, inconsciente de que un pobre soñador la mira a través de una doble ventana en el único instante que el Sol le permite escrutar el vecindario sin temor a ser visto.