martes, 19 de junio de 2012

La ciudad de los atardeceres más bonitos del mundo



Me gusta coleccionar puestas de sol. Desde pequeño he observado muchas, no sólo en Zaragoza, sino en distintos lugares de Aragón, de España y del planeta Tierra. He visto morir al astro rey tras los minaretes y cúpulas de Estambul, o caer entre las pirámides de Giza y la ribera del inmenso Nilo. He contemplado el Popocatepetl iluminado por las últimas llamaradas del día y el océano Pacífico envuelto en un manto rosado. En París, me quedé una vez tumbado en los Campos de Marte mientras la Torre Eiffel resplandecía con miles de luces que parpadeaban despidiendo a la luz más grande de todas, la luz que nos da la vida, y en Atenas, desde el hotel, pude disfrutar del ocaso frente a la Acrópolis, origen de lo que somos.

Pero de todos ellos, de todos esos atardeceres maravillosos, de esos miles de espectáculos impagables aun con todo el dinero del mundo, me quedo con el de mi ciudad. No me acusen de sectario y cazurro antes de tiempo. Hay muchas cosas que detesto de Zaragoza y seguramente la lista sería interminable. Pero déjenme disfrutar del Padre Ebro, de sus verdes y frondosas orillas, de los puentes que a lo largo de los siglos han construido sobre él los habitantes de esta bimilenaria ciudad. Déjenme disfrutar de las vistas de la basílica del Pilar, de La Seo, de San Pablo, La Madalena y el Santo Sepulcro. Quiero imaginar esa esplendorosa ciudad del siglo XVI cuyo perfil estaba poblado de torres mudéjares y renacentistas, de las cuales hoy conservamos algunas. 

Contemplen y juzguen ustedes si es o no el atardecer más bonito -o al menos, uno de los más bonitos- que han visto:






domingo, 17 de junio de 2012

El repartidor

Ya no me sorprende verlo ahí, donde la calle Don Jaime desemboca en la plaza de España, calzando unas zapatillas dos o tres números más grandes que sus pies, las cuales se agitan ante los pasos que le llevan a asaltar a todo paseante que osa invadir su área de trabajo. Les tiende de una manera un poco exagerada unos papeles informativos de un establecimiento de esos que tan en boga están últimamente, un "compro oro", y la gente se aleja asustada ante la brusquedad de sus modales. Por si a alguien le quedaba alguna duda, su chaleco fosforescente indica en letras bien grandes para quién trabaja, lo cual le da un aspecto todavía más extravagante. Además, siempre pende de su boca su inseparable puro. Lo saborea, lo disfruta, le hace la vida y su faena agradables pese al frío del invierno o al calor del verano, pues haga el tiempo que haga, sea el día que sea, él permanece en su puesto. 

Quizá el momento más duro llega cuando se le terminan los papeles que repartir. Entonces comienza a proclamar de una manera un tanto acalorada las ventajas de vender el oro en el establecimiento para el que trabaja. La gente le mira asustada y se abre un hueco entre él y los viandantes. Habla atropelladamente, sin pronunciar lo suficientemente claro el mensaje que pretende transmitir, quedando sus palabras en un mero balbuceo ante el que los niños que van de la mano de sus padres, lanzan miradas atónitas, asustadas. Todo el mundo pasa de largo, tratando de dejarle de lado, pero él prosigue sempiterno su trabajo, convencido de ser el mejor reclamo del mundo. 

La tristeza llega al terminar la jornada. A pesar de llegar feliz a la hora de comer, se encuentra a cada paso uno de los cientos de papeles repartidos en la mañana. La tipografía empleada en las letras son inconfundibles pese a sus problemas de visión y no necesita agacharse para comprobar que se trata de la misma propaganda que tanto se había afanado en entregar a los clientes potenciales. Camina cabizbajo, afligido, con la moral por los suelos. Se da cuenta entonces de la insensibilidad presente en las personas, siempre preocupadas de sus asuntos. Es normal, piensa por otra parte, pues andarán con prisa hacia sus trabajos, o a buscar a sus hijos al colegio, o a una clase para la que han salido demasiado tarde de casa. 

Por eso, cuando lo encuentro repartiendo su propaganda, le cojo uno de los papeles que reparte a pesar de que luego no vaya a ojearlo. Lo guardo en mi bolsillo y le doy algún tipo de utilidad, como marcapágina, algo de lo que siempre carezco cuando necesito. Recojo el papel porque su trabajo es tan digno de admirar como cualquier otro, porque creo que si ve a la gente leyéndolo, será suficiente recompensa para él. Y no cuesta nada hacer feliz a una persona tan sencilla, ¿verdad?

jueves, 14 de junio de 2012

Un can

Yo no quería perro. No lo quería y sabía por qué. No obstante, tanto mis hijos como mi mujer andaban locos por uno y ante la insistencia, día tras día, noche tras noche, accedí a comprar uno. Sin embargo, yo seguía sin quererlo y sabía por qué. Porque ahora, soy yo quien debe sacarlo todas las noches a pasear. Soy yo quien ve reducido su poder adquisitivo para poder comprarle la comida al animal, pagar las consultas al veterinario y las vacunas. Lo más triste es que ahora, cuando llego a casa, el único miembro de mi familia que viene corriendo a recibirme a la puerta es él. Suena gracioso, pero sabe que lo voy a sacar a pasear y se acerca armando un gran alboroto por el pasillo, dando grandes zancadas, ladrando. Me rodea varias veces y yo trato de zafarme, dándole una ligera patada. Es imposible. Sigue girando, acompañándome al baño y os puedo asegurar que es muy difícil apuntar mientras tienes un animal dándote vueltas alrededor y empujándote. El caso es que ninguno de mis hijos responde afirmativamente cuando les animo a pasear al perro junto a mí, viéndome solo cada noche, acompañado únicamente del animal. 

Cuando caminamos, me mira y se acerca cuando no presto atención a sus ladridos. Mueve graciosamente el rabo en cada paso, e incluso alguna señora se me acerca para preguntarme de qué raza es. No tengo ni idea, ni me he molestado en averiguarlo. "Es un canis modiglianis" les digo, y me quedo tan ancho. Me cuesta más sacarlo cada día. Me aburre, me desespera, me agota. Sin embargo, aunque suene paradójico, me quiere. Pero mira que me cae mal.

sábado, 9 de junio de 2012

Un monumento

El día no era demasiado propicio para las inauguraciones. Al levantar la vista se observaban unos negros nubarrones de aspecto amenazante y daban ganas de quedarse refugiado en casa o meterse en un centro comercial para calmar las ansias consumistas acumuladas durante toda la semana. La oferta era variada. Desde una bolera hasta un hipermercado, pasando por alguna cadena internacional de comida rápida, de esas que ofrecen productos de dudosa calidad y paor salubridad. Mientras los coches circulaban a no más de cincuenta por las calles sin dejar a la vista un solo centímetro de asfalto, él se dirigía cabizbajo y pensativo hacia el punto anunciado esa mañana en el periódico. No tenía muy claro dónde estaba situado, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez que visitó aquel barrio y cuando lo hacía, era únicamente para tirarse a una chica a la que conoció una noche en un bar del casco. Ella estaba perdidamente enamorada de él, tanto que le propuso formalizar la relación, pero él huyó corriendo ante tal afirmación, pues sólo pretendía pasar un buen rato cuando ambos pudieran y ante tal desafío, le flaquearon las piernas, aunque no lo suficiente como para salir echando leches.

Como decía, llegó al barrio justo cuando empezaba a chispear. Notó las primeras gotas en su cabeza, dando un respingo que se extendió por toda la espina dorsal, pues la alopecia le permitió sentir instantáneamente la gélida temperatura del agua. Vislumbró los primeros árboles del parque donde iba a tener lugar el acto entre dos edificios de ocho pisos que actuaban a modo de guardas, flanqueando la entrada al recinto. Conforme se acercaba distinguió la pequeña muchedumbre que se arremolinaba en un rincón junto a un álamo blanco majestuoso, un ejemplar que él recordaba haber visto alguna vez en su infancia y que le trajo lejanos recuerdos a la mente pese a no tener la certeza de haber visitado aquel lugar durante su niñez.

Percibió la voz amplificada del alcalde, quien debía llevar un buen rato hablando a juzgar por la cara de aburrimiento de los presentes y decía no sé qué acerca de sus sueños de juventud cuando entró en el partido donde a pesar de su avanzada edad seguía militando. Él, como periodista, comenzó a realizar preguntas a los presentes pero ninguno de ellos sabía emplear los tiempos verbales correctamente, todos se comían las consonantes de las palabras terminadas en "-ado" y seguro que si hubiera inquirido acerca de sus estudios, le habrían respondido orgullosos que debido a que habían sido elegidos para ser políticos, no necesitaron pasar por la universidad y así, además, se habían ahorrado la pasta de las matrículas para poder comprar los votos del aparato del partido.

Cuando el alcalde terminó de hablar, quitó la lona bajo la cual se ocultaba el monumento. A él le pareció tan estúpido que no creyó oportuno incluir mención alguna en el artículo que debería preparar para el día siguiente. Seguramente le caería una buena bronca de su jefe, pero no le preocupaba. Como suponía, el "Monumento a la Ignorancia", madre del sistema capitalista y corrupto que había llevado al país a la ruina, era una alegoría de lo peor que la sociedad post-dictatorial dejó en herencia a su país: otra dictadura.