sábado, 9 de julio de 2011

París II. Ne me quitte pas

Bajó las escaleras con paso firme. El andén estaba casi vacío, la hora punta pasó hace un rato y la gente ya había llegado a sus trabajos. Faltaban tres minutos para la llegada del próximo metro y decidió sentarse en una de las sillas que quedaban libres junto a la máquina de refrescos. Los ladrillos que recubrían la estación de Belleville brillaban debido al efecto producido por los fluorescentes que iluminaban el recinto. Varios anuncios de una nueva película empapelaban los fragmentos de muro dedicados a una publicidad que se repetía en cada pasillo y cada estación. Al mes que viene volverían a cambiar para reflejar nuevos rostros perfectos y eslóganes pegadizos para mentes que vienen y van de una punta a otra de París.

Allí sentado observaba en el otro andén a un grupo de chicas rubias y espigadas. Serán suecas, pensó, o alemanas. Se quedaría con la duda. El tren le privó de la visión y se las llevó para siempre. Decidió liarse un cigarrillo. Aún tenía dos minutos para llevar a cabo su obra de artesanía. Amasó un poco de tabaco, lo distribuyó cuidadosamente sobre el papel, colocó el filtro en su sitio y lo enrolló con una maestría suprema. Todavía quedaba un minuto para la llegada de su tren, pero justo entonces alguien se sentó a su lado.

Parecía un tipo extraño. Gabardina gris en pleno mes de julio, sombrero a juego y zapatos de piel para completar el conjunto. Escribía a toda velocidad un mensaje en su blackberry mientras dirigía miradas repentinas a uno y otro lado. Parecía inquieto por algún extraño motivo. El chico le miraba disimuladamente, haciendo como que jugaba con el cigarrillo que acababa de liar, pero pendiente en todo momento de los curiosos movimientos del sujeto. De repente se levantó y comenzó a caminar hacia una de las salidas. No se lo pensó dos veces: él también se puso de pie tras sus pasos. Avanzó por un pasillo hacia unas escaleras mecánicas que subió a gran velocidad. Encaró las puertas que rezaban sortie y ascendió los peldaños hacia la rue Belleville. Varias personas comerciaban con hachís en un portal, mientras otros cantaban animados unos versos de Brassens que hacía tiempo no se oían en las calles. Dejaron atrás terrazas de bistros, señoras negras vestidas con ropajes anchos y coloridos que discutían amistosamente en las aceras y un grupo de jóvenes que escuchaban a los Têtes raides en un viejo reproductor de cassettes.

Llegaron a una puerta gris, precedida de unos escalones sobre los que un hombre harapiento tañía con pasión una guitarra, dejando escapar por su boca el "Ne me quitte pas" más desgarrador que jamás hubiera nadie oído. El tipo de la gabardina quedó quieto frente a él, observando su ejecución, enjugándose las lágrimas con un pañuelo blanco que extrajo del bolsillo derecho de su chaqueta. El joven ya no sabía qué pensar. Creyó ver en él a un matón sin escrúpulos huyendo de la autoridad, pero ahora se mostraba con un ser sentimental emocionado ante la canción más triste jamás creada.

Extrajo una pistola de su gabardina y mató de un disparo en la sien al cantante. Huyó corriendo a toda velocidad entre las callejuelas sin dar opción a ser perseguido. El joven lo intentó, pero al llegar al mirador situado al final de la rue Piat, consideró que era imposible cogerle.

Las sirenas de la policía no tardaron en llegar a sus oídos, pero él ya estaba sentado en una de las columnas que corona el parque de Belleville, contemplando ensimismado el perfil de su ciudad hermosa y dura. Sacó la guitarra de su funda para cantar después de mucho tiempo aquella canción de Brel que le había costado la vida al mendigo.



2 comentarios:

  1. ¿Tan mal lo hacía el pobre mendigo?

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  2. Buenas noches Galip Bey. A menudo resulta imposible deleitarse al escuchar el sonido del instrumento pistola. Rara vez la justicia orquesta el recuerdo y lo inmortaliza. Un abrazo.

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