jueves, 25 de febrero de 2010

Estiaje


La tormenta llegó a aquel pequeño pueblo cargada de solemnidad. Había sido precedida por un vendaval a modo de séquito, el cual anunció a todos que la calma tocaba a su fin. Por suerte, pude llegar a casa antes del diluvio, así que guardé la vieja bicicleta en la cochera, corrí a la cocina para prepararme un bocadillo y entré al salón, donde mi abuela hacía un puzzle al tiempo que mi abuelo leía una de esas novelas quijotescas que tanto le gustaban. El televisor permanecía encendido sin nadie que le prestara atención, aunque de vez en cuando mi abuela despegaba por un instante la vista de su tarea y entornaba los ojos sobre sus gafas casi sin mover la cabeza, mascullando leves críticas ante la retahíla de imágenes.

Me senté un instante en el sofá a devorar mi bocadillo, pero enseguida mi abuelo se incorporó al percatarse de que la lluvia era inminente. Salió del salón, abrió la puerta de la calle y volvió a sentarse, pero esta vez en el porche. Siempre recordaré aquel porche como un vergel lleno de macetas donde el color verde triunfaba sobre todos los demás, aunque el rosa y el rojo también poseían una nutrida representación. Además, una parra flanqueaba el perímetro del porche, proporcionando una agradable sombra en los días más calurosos del verano. Sin embargo, aquel día poca sombra podía dar, pues el Sol se hallaba preso entre las nubes, luchando por escapar de la trampa que le había tendido la tormenta.

La lluvia comenzó a golpear el asfalto de la calzada acompañada de unos rayos y truenos capaces de estremecer al mismo diablo. El espectáculo era insuperable. Las nubes habían ennegrecido el cielo sumergiendo al pueblo casi en la total penumbra, pero los relámpagos, tal vez lanzados por el mismo Zeus, devolvían la luz a nuestros rostros mientras me llevaba el bocadillo a mis fauces.

Mi abuelo fumaba un "celtas extra" pausadamente mientras la tormenta se cebaba con los pinos, agitándolos cual peleles. Permanecía en silencio y de vez en cuando me gastaba una de sus bromas al término de las cuales rompíamos a reír y se oía a mi abuela gritar, "Mariano, que eres peor que el crío", frase que a los dos nos provocaba unas carcajadas más sonoras si cabe.

La tormenta pasó quedando un frescor puro y sano, viniendo a mi olfato el aroma de la lluvia, el olor de la naturaleza. En El Bayo, cuando regresa la calma tras la tempestad, parece florecer de nuevo la primavera, pues el Sol se deshace de las tinieblas apoderándose una vez más del cielo. Siempre guardaré estas sensaciones en mi cabeza como bellos recuerdos de mi infancia.

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