jueves, 9 de junio de 2011

De pequeño

Juego al borde de la acequia a dibujar en la tierra húmeda cualquier cosa que se me pase por la cabeza con una pequeña rama que acabo de recoger del suelo. Mientras destruyo la uniformidad de la arena para crear mi obra, las ranas saltan asustadas al agua, huyendo del terrible invasor que ha osado adentrarse en su hogar. Más atrás, la carretera se bifurca en un camino de tierra que lleva hasta el pueblo. Miro a mi derecha y observo a mi abuela caminar por el asfalto, tratando de percibir antes que nadie el ruido de un motor, pero no se oye nada salvo el canto de las cigarras y el reloj de la iglesia dando puntual las ocho de la tarde. A mi izquierda está mi bicicleta azul, la misma en la que hace un año aprendí a montar. La he decorado con las pegatinas de futbolistas que vienen en los chicles, aunque no tengo muy claro quiénes son esos tipos. Me canso de dibujar. Suelto la rama en la acequia y la veo alejarse empujada por la corriente. Imagino un barco a la deriva, descontrolado por la fuerza del agua, dirigido hacia alguna catarata mortal. Pero no se trata más que de una simple acequia.

Me pongo de pie e incorporo mi bicicleta. Empiezo a pedalear cuesta arriba. El ascenso es duro, pero la recompensa merece la pena. Desde lo alto, a pesar de la frondosidad de los pinos, hay un hueco a través del cual se ve toda la llanura. El Bayo, a la derecha, formando un cuadrado perfecto, presidido por la cigüeñas que coronan el campanario de la iglesia. Más abajo, los campos de trigo, cebada, arroz y girasol tan típicos de las Cinco Villas. El verde y el amarillo priman sobre los demás colores, formando un tapiz que se pierde en el horizonte y parece llegar hasta las Bardenas Reales. Incluso más allá, donde el Moncayo se yergue como un dios bondadoso que contempla su obra. Me siento en la cima del mundo y justo entonces me dejo arrastrar por la gravedad, deslizándome por la rampa a toda velocidad. El viento penetra con fuerza en mis oídos, siendo incapaz de escuchar cualquier otra cosa. Me agarro con fuerza al manillar y los dedos se me van inevitablemente hacia los frenos. Siento que voy a despegar en cualquier momento pero sin darme cuenta, llego al final de la cuesta. La velocidad desciende paulatinamente aunque yo mantengo una posición aerodinámica, igual que Induráin cuando desciende los puertos franceses en el Tour. Este año también va a ganar y me iré a Pamplona a recibirlo. ¡Es el mejor!

Mi abuela me espera con los brazos abiertos y cuando estoy junto a ella me señala el lugar del que acabo de bajar. Ya se oye el traqueteo del viejo tractor de mi abuelo. Su color rojo se distingue entre los pinos y yo salto de alegría porque voy a montar de nuevo con él. A través de los cristales, aunque sucios, veo las gafas de sol que siempre lleva y la boina tapando su reluciente calva. Cuando llega a nuestra posición, detiene el vetusto Barreiros para que me suba en el brazo elevador hasta la cabina. Me siento a su lado, pegado a la ventana y mi abuela nos dice adiós con la mano mientras lleva mi bicicleta de vuelta a casa. Ahora mismo, no hay nada en el mundo que me guste más que esto.

3 comentarios:

  1. ¡Dios mío Galip Bey!, te leo y mi cabeza es una gran sala proyectando en cinemascope toda la historia que narras, incluso oigo el pedaleo de la bici en dolby surround.¡Vaya entrada! Un abrazo.

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  2. Gracias, NIP. Los recuerdos de la infancia son los más bellos y probablemente son los únicos que compartimos sin ningún temor. Un abrazo.

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  3. Leyendo tu relato recuerdo mi infancia, y me doy cuenta de que una de sus mayores cualidades era la vivencia plena del presente, ese disfrutar que no añora ninguna otra cosa ("no hay nada en el mundo que me guste más que esto").

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