sábado, 11 de febrero de 2012

La vieja torre

Cuando las primeras luces del sol acarician las baldosas blancas y verdes, se convierten en espejos que animan al barrio a comenzar un nuevo día, desperezando a sus habitantes que desafían al frío invernal mientras se despegan las sábanas que durante la noche se han adherido a su cuerpo. Su reflejo transmite el calor que el astro rey aún es capaz de ofrecer en esta época del año. Poco a poco se vislumbran de nuevo los colores, conforme las horas del día pasan y la posición de la luz cambia respecto a la antigua torre. Es el primer monumento que veo todas mañanas, la silueta que inevitablemente recorren mis ojos cuando atravieso el umbral del edificio que habito y giro mi vista a la izquierda.

A su lado pasan cientos de personas al día que no reparan en su belleza. Van demasiado despistadas ojeando el periódico recién comprado en la quiteria, o charlando con la vecina tras haber adquirido la barra de pan en el horno de la plaza, o simplemente se trata de estudiantes que repasan mentalmente los conocimientos antes de un examen. Dejan de lado a la torre que les ha vigilado desde que nacieron, pasando junto a ella como si de una farola se tratase.

Sin embargo, las formas mudéjares la dotan de una belleza sublime, constituyendo un patrimonio único cuyo deleite es obligatorio si alguna vez pasas bajo ella. Arcos mixtilíneos y de medio punto, paños de cruces que con sus diversos brazos forman rombos, otorgándole un aspecto hipnótico que me hace olvidar por un momento cuanto hay a mi alrededor. Dejo de escuchar el ruido de los coches y las obras para sumergirme en sus colores y en sus formas, en el cobrizo ladrillo y en las cerámicas verdes y blancas, en sus juegos poligonales y su ascenso más allá de los vetustos edificios que la rodean.

Todavía bajo ella se puede sentir la tolerancia y convivencia existente en esta ciudad cuando era capital del reino de Aragón y se permitía a los musulmanes conservar su religión teniéndoseles en buena estima como constructores y artesanos, o como transportistas para traer a través del Ebro mercancías desde el Mediterráneo. Lástima que el odio y la sinrazón se apoderó de las gentes del lugar, obligándoles a una conversión o al exilio. Cuánto debemos hoy a los antiguos habitantes de nuestras tierras de quienes heredamos un patrimonio único en Europa.

Vuelvo ya a casa por la noche y la torre parece distinta. A pesar de las farolas, la penumbra inundaría el barrio de no ser porque la luz que baña sus carnes de ladrillo, esta vez artificial, ilumina nuestros corazones al regresar al hogar. Asida a la tierra con unas raíces profundas, segura y radiante en su plenitud pues tal vez nunca ha estado tan mimada como ahora, me mira y me despide pues llevo veinticuatro años pasando bajo ella y ya casi siento que es mía.

Si creéis mis palabras, venid vosotros mismos a comprobar que no exagero. Buscad la torre que preside la iglesia de la Magdalena en Zaragoza y me daréis la razón. Y si queréis, llamadme para acompañaros a dar un paseo por el barrio. Lo haré encantado.

1 comentario: