domingo, 17 de junio de 2012

El repartidor

Ya no me sorprende verlo ahí, donde la calle Don Jaime desemboca en la plaza de España, calzando unas zapatillas dos o tres números más grandes que sus pies, las cuales se agitan ante los pasos que le llevan a asaltar a todo paseante que osa invadir su área de trabajo. Les tiende de una manera un poco exagerada unos papeles informativos de un establecimiento de esos que tan en boga están últimamente, un "compro oro", y la gente se aleja asustada ante la brusquedad de sus modales. Por si a alguien le quedaba alguna duda, su chaleco fosforescente indica en letras bien grandes para quién trabaja, lo cual le da un aspecto todavía más extravagante. Además, siempre pende de su boca su inseparable puro. Lo saborea, lo disfruta, le hace la vida y su faena agradables pese al frío del invierno o al calor del verano, pues haga el tiempo que haga, sea el día que sea, él permanece en su puesto. 

Quizá el momento más duro llega cuando se le terminan los papeles que repartir. Entonces comienza a proclamar de una manera un tanto acalorada las ventajas de vender el oro en el establecimiento para el que trabaja. La gente le mira asustada y se abre un hueco entre él y los viandantes. Habla atropelladamente, sin pronunciar lo suficientemente claro el mensaje que pretende transmitir, quedando sus palabras en un mero balbuceo ante el que los niños que van de la mano de sus padres, lanzan miradas atónitas, asustadas. Todo el mundo pasa de largo, tratando de dejarle de lado, pero él prosigue sempiterno su trabajo, convencido de ser el mejor reclamo del mundo. 

La tristeza llega al terminar la jornada. A pesar de llegar feliz a la hora de comer, se encuentra a cada paso uno de los cientos de papeles repartidos en la mañana. La tipografía empleada en las letras son inconfundibles pese a sus problemas de visión y no necesita agacharse para comprobar que se trata de la misma propaganda que tanto se había afanado en entregar a los clientes potenciales. Camina cabizbajo, afligido, con la moral por los suelos. Se da cuenta entonces de la insensibilidad presente en las personas, siempre preocupadas de sus asuntos. Es normal, piensa por otra parte, pues andarán con prisa hacia sus trabajos, o a buscar a sus hijos al colegio, o a una clase para la que han salido demasiado tarde de casa. 

Por eso, cuando lo encuentro repartiendo su propaganda, le cojo uno de los papeles que reparte a pesar de que luego no vaya a ojearlo. Lo guardo en mi bolsillo y le doy algún tipo de utilidad, como marcapágina, algo de lo que siempre carezco cuando necesito. Recojo el papel porque su trabajo es tan digno de admirar como cualquier otro, porque creo que si ve a la gente leyéndolo, será suficiente recompensa para él. Y no cuesta nada hacer feliz a una persona tan sencilla, ¿verdad?

3 comentarios:

  1. Buenos días Galip Bey. Cierto que cuesta muy poco si uno deja de pensar en uno mismo, amigo, procuraré estar más atento cuando vaya por la calle.Me encantó el retrato del personaje que pasa del gris a relucir como el oro. Un abrazo.

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  2. Gracias por venir, como siempre. Es un placer teneros por aquí y más aún sabiendo que os siguen gustando mis historias.

    Abrazos

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