El del viento era el único sonido que
alteraba el silencio de aquella calurosa tarde de verano. Es cierto que el
silbido de algún vencejo, o incluso el canto de alguna tórtola adornaban la
calma que se respiraba a los pies de la colina sobre la que se levantaba,
cubierto por un espeso pinar, el cementerio. Tal era la magnitud de los
árboles, que era necesario subir la empinada cuesta asfaltada para vislumbrar
los pequeños muros de piedra gris del camposanto, una construcción sencilla
aunque duradera. No era habitual que sus puertas se abrieran para acoger la
llegada de algún cortejo fúnebre, pues allá abajo, en el pueblo, no vivía
demasiada gente y muy pocas veces al año las campanas de la iglesia tocaban a
muerto. En esas ocasiones, no había quien faltara a la misa ni a dar el pésame
a la familia, pues todos se conocían y todos provenían de unos parecidos
orígenes humildes, por lo que las pequeñas rencillas que la convivencia pudiera
provocar en una población tan pequeña quedaban de lado, y todos lloraban la
muerte de un vecino que, muy posiblemente, no tendría un relevo
generacional.
Mientras Daniel jugaba con unas pequeñas
cañas de junco en la acequia o lanzaba piedras al agua, su abuela miraba
impaciente hacia lo alto de la cuesta del cementerio, por donde debía aparecer
su marido de un momento a otro. Sin embargo, Daniel estaba tranquilo, pues
sabía que en primer lugar se oía siempre el traqueteo del motor del viejo
Barreiros, el tractor rojo de su abuelo, que a él le parecía el tractor más
maravilloso del mundo a pesar de ser bastante más humilde que los de sus
vecinos. Daniel no lo cambiaría por el mejor John Deere o por el último modelo
de Massey Ferguson, porque los otros, aun con sus imponentes ruedas y sus
cómodas escalerillas para acceder a la cabina, no tenían ese pequeño elevador
en el que su abuelo lo subía para después tenderle la mano y sentarlo a su
lado, en la pequeña repisa situada sobre la rueda trasera que siempre dejaba
despejada para posar a su nieto.
Así, Daniel marchaba feliz, pero no feliz
de cualquier manera. Feliz de ir junto a su abuelo, que volvía tras una larga
jornada en el campo, a quien no había visto en todo el día, y disfrutando de lo
que más le gustaba, que era ir en su tractor. Su cuerpo se agitaba por las
fuertes vibraciones del motor, causándole la sensación de que iban a hacer
saltar las piezas en cualquier momento, pero le gustaba notar cómo su voz se
agitaba mientras hablaba con su abuelo en el breve trayecto a casa.
Primero atravesaban el camino de piedras
bajo el pinar, para después pasar al asfalto de la calle Riberanos, la más
septentrional de El Bayo. Más allá, los sempiternos pinares, los huertos y los
campos de cereal, que habían supuesto el mayor medio de subsistencia de los
habitantes del pueblo pero que, poco a poco, habían ido dejando de ser tan
rentables. Las generaciones jóvenes habían buscado el sustento fuera del
pueblo, y muchos habían emigrado a Ejea o a la capital, quedando El Bayo como
lugar de descanso en el verano, puentes o fines de semana. Daniel era hijo de
esa generación, pues todos sus tíos y tías, así como su madre, habían
abandonado el pueblo durante su juventud y de una casa de nueve hijos sólo
habían quedado allí sus abuelos, resistiendo con imperturbable serenidad.
Cuando por fin llegaban a casa, su abuelo
bajaba del tractor para abrir la puerta del corral y Daniel se quedaba sentado
en la repisa intentando alargar un poco más el viaje. Su abuela todavía
caminaba tranquila de regreso a casa, pues le gustaba pasear mientras veía
alejarse el tractor a través de los pinos, con su marido y su nieto felices a
bordo. Y eran felices porque parecía que la vida iba a ser así siempre, porque
no merecía la pena pensar en el futuro. Porque quizá en esos momentos se
encuentra el paraíso que tanto anhelamos. El paraíso en el que habita mi abuelo
o, al menos, en el que me gusta imaginarlo.
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