domingo, 2 de abril de 2017

22 de marzo de 2017

Querido abuelo:
Hace hoy cien años que naciste. Y había que tener valor para hacerlo en un momento tan convulso. Una revolución en ciernes en Rusia, una terrible guerra que asolaba Europa y uno de los años más conflictivos de la España del siglo XX -que ya es decir-. Ahora bien, reconozco que elegiste un lugar privilegiado. Dudo de la existencia de lugares más tranquilos y hermosos que Tobed, ese pueblecito a orillas del río Grío, rodeado de olivos, melocotoneros, cerezos y todos los árboles frutales que uno pueda imaginar, del que siempre fuiste un amante enloquecido. 

Siempre que nos hablabas de tu infancia lo hacías de tu madre, Vicenta Orueta. Menuda mujer debió de ser mi bisabuela. No te miento si te digo que es una de las personas que más me habría gustado conocer. Y es que, en una época en que lo habitual era encontrar a las mujeres en la casa criando a los hijos, mi bisabuela se dedicó a la enseñanza, recorriendo escuelas en las que impartir sus lecciones. Y tú, siempre con ella, ya fuera en Calatayud o en Belandia, ese agreste rincón de Vizcaya del que tanto te gustaba hablarnos. Por cierto, Ángel Durana, tu amigo de la infancia, sigue recordándote a pesar de sus casi cien años. Y esa es otra de las cosas que más me gustaban de ti, abuelo, tu nobleza, fidelidad y amor incondicional a cuantos formábamos parte de tu vida.

Sin duda, tu espíritu aventurero y tu amor por la docencia los heredaste de tu madre. Nunca me cansaba de escuchar esas historias que nos contabas de tus años como maestro en Guinea. Te dieron incluso para escribir el manual que empleaban los alumnos en la escuela. Todavía conservamos -y lo haremos siempre- unos pocos ejemplares ya muy ajados por el paso del tiempo, pero se pueden leer con comodidad. No te voy a negar que me resulta muy absurda la idea de que unos chavales guineanos tomaran a Franco por su caudillo o a la virgen del Pilar por su patrona, pero también conozco y entiendo el contexto en que fue escrito. 

Uno de mis momentos favoritos de la infancia era ir contigo a Tobed en el coche y surcar la carretera de Santa Cruz de Grío mientras nos contabas los cuentos que inventabas cuando mi padre y mi tío eran pequeños y se les hacía largo el viaje. Me parece una genialidad que incitaras a mi padre a comer bien con la historia de "La carrasca encantada" y me resulta especialmente bonita la de "El moro encantado", pues podría ser perfectamente una de esas leyendas de la época de la mal llamada reconquista que todavía perviven. 

Me he ido un rato a mirar una vez más las fotos en las que salimos juntos, dejando esto a medias porque no me terminaban de salir las palabras y porque la emoción tampoco me permitía seguir escribiendo. Parece mentira que aunque te marcharas hace diez años siga tan vivo tu recuerdo. Hay veces que todavía te oigo llamando "aló, aló" con tu voz grave y fuerte pero llena de calidez, de tu ventana a la mía. Menos mal que todavía está la abuela y ella nos sigue saludando con la mejor de sus sonrisas cuando nos asomamos a la vez a la ventana. No sabes cuánto te echa de menos. Creo que si de alguien he aprendido lo que era el amor, ha sido de vosotros y de mis abuelos Mariano y Pilar. Toda una vida juntos y ellas, aunque viudas, siguen amándoos como si aún siguierais aquí. Como si el tiempo se hubiera detenido el día que os marchasteis. 

Y es que, uno de los momentos más duros de mi vida fue cuando sacaban tu cuerpo inerte de tu habitación y yo abrazaba a mi abuela en el cuarto de al lado, sentados y abatidos. Tratando de consolarla cerré la puerta para que no viera cómo esos dos extraños se te llevaban dentro de ese horrible saco. Nunca supe lo que era la tristeza hasta ese momento. Y mira que hoy no quería recordar ese día, pero esto de los sentimientos y de los recuerdos es difícil de controlar cuando se abren en canal.

Me despido con esta fotografía donde salimos los dos. Yo apenas era una criatura de unos meses de vida y te miraba divertido e inocente mientras me hacías alguna monería. Soy incapaz de recordar ese momento pero seguro que en ese instante no había nada más importante que nosotros. Ahí estábamos Daniel Salanova frente a Daniel Salanova. Con qué orgullo decías siempre mi nombre. Nos quedaban todavía diecinueve años para conocernos y disfrutar el uno del otro. Ojalá volvieran a empezar.

Feliz cien cumpleaños, abuelo.



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