jueves, 15 de abril de 2010

Descenso

Cayó del árbol súbitamente. No esperaba separarse todavía de sus hermanas, pero el viento quiso arrancarla del álamo sin previo aviso. Rugió entre los robustos troncos del bosque para expulsar con fuerza a la hoja, la cual se rindió inmediatamente a la brutalidad de su enemigo. Las ramas de la alameda entonaron un réquiem al observar cómo se perdía una de sus hijas, pero era inevitable que esto ocurriera, pues los otoños son crueles, fríos e intempestivos, más aún en el valle del Ebro. Aquí, el Cierzo, ese viento que te llena la boca y tiraba los carros de heno en tiempos de Catón no ha dejado de soplar un sólo día. Puede llevar más o menos intensidad, más calor o más frío, pero casi todos los días arrastra, según dicen desde el Moncayo, la fuerza que todo lo mueve en esta depresión.

La hoja se deslizaba etérea, planeando cual golondrina tratando de alcanzar su destino. Dibujaba ondulaciones en su descenso, peligrosas curvas, imposibles vueltas y revueltas. El viento se divertía manejándola con total impunidad.

Una vez llegó al suelo, descubrió que no estaba sola. En torno a ella se amontonaban cientos de hojas caídas de otros álamos. Se habían unido hasta tejer un tapiz que se extendía a lo largo y ancho de todo el bosque. La imagen era incomparable. Una alameda cuyo suelo se hallaba vestido de una alfombra modelada por la naturaleza, el cielo preparando su color para la tormenta que ya se adivinaba y más allá, el Ebro.

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