martes, 20 de abril de 2010

El pueblo decide hasta cuándo

Era un ser repulsivo. Ocultaba permanentemente su sucia mirada bajo unas carísimas gafas de sol. Tenía nariz aguileña, siempre dispuesta a arrancar hasta la última porción de carroña del cadáver político de sus enemigos. Su boca expelía un terrible aliento, mezcla del tabaco que fumaba continuamente y las soeces palabras que gustaba dirigir a sus contrincantes en el parlamento regional. Además, su voz estaba gastada por el efecto de los cigarrillos, rota, casi inaguantable para quienes debían soportar sus discursos.

Vestía siempre traje a medida, negro, tratando de esconder una barriga de tamaño considerable. Su vientre se abombaba irremediablemente como muestra de los atracones a los que le invitaban los empresarios beneficiarios de las recalificaciones masivas de suelo, o de los macroproyectos urbanísitcos que se aprobaban desde las instituciones regidas por él con total impunidad. Creía vivir más allá del bien y del mal, ejerciendo con mano de hierro un poder abrumador, sin que nadie pusiera ningún tipo de objeción a sus ilegales actuaciones.

Jueces y compañeros de partido le apoyaban frente a las críticas recibidas desde la oposición. Muchos periodistas habían realizado investigaciones descubriendo importantes tramas de corrupción, intercambio de regalos y favores, pagos de dinero en negro y otros asuntos más desagradables, pero ningún adalid de la justicia parecía dispuesto a poner freno a sus delitos.

Una noche de primavera, cuando el país se hallaba frente al televisor esperando con ansia el resultado de las elecciones, toda la región presidida por aquel indeseable estalló en júbilo al observar el escrutinio final. Había perdido. Ellos y sólo ellos consiguieron acabar con años de gestión desastrosa y latrocinio. Ahora un nuevo político alcanzaba la presidencia y tal vez al fin pudieran ser castigados los delitos cometidos hasta ese momento. Al fin un cambio en la política, al fin pudieron dejar atrás veinte años de mandato ininterrumpido. Lo que no comprendían es cómo no habían sido capaces de apartarlo antes del poder. Nadie quiso echarse culpas, pues lo mejor era celebrar la victoria de la democracia y la llegada del sentido común. Aquel tipo jamás volvería a aprovecharse de su posición aventajada y seguramente se pudriría en la cárcel.

Ojalá así sucediera con todos los políticos que se ríen de nosotros.

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