sábado, 12 de marzo de 2011

Aguador

Suerte que empezó a llover. Más bien empezó a diluviar. Nunca me pilla desprevenido la lluvia. Procuro que mis abrigos siempre lleven capucha por si en un momento inesperado le da al cielo por bañarme. Aquella noche la gente se precipitó a los portales para resguardarse pero a mí no me importaba que mi ropa se mojara. No era mi intención cambiar el rumbo de mis pasos. Ahora que por fin había enfilado la calle nada podía detenerme.

Allí estaba ella. Atisbé su cuerpo sentado en uno de los escalones que presiden la entrada al edificio donde vive, un elegante inmueble de finales del siglo XIX. Tendencia modernista. No quedaban muchos edificios como aquél en Zaragoza, pues hasta no hace mucho nuesstro patrimonio arquitectónico no parecía tener demasiado valor para los políticos, más interesados en recalificar suelos y forrarse que en conservar el legado de nuestros ancestros.

Allí estaba ella, embutida en su gabardina gris. Le quedaba muy bien. Entre sus manos portaba un libro que todavía no podía identificar, pues la distancia era demasiado grande como para distinguir las letras. Parecía absorta en su lectura. No se percataba de que me acercaba poco a poco, poniendo cuidado en no mojarme con los innumerables charcos desperdigados por la acera. Un pequeño silbido le sirvió para volver su rostro hacia mí. Julia sonrió al verme y entonces cesó la lluvia.

2 comentarios:

  1. Hola Galip.
    Muy bella entrada.
    Tal vez es la lluvia con su magia o ella con su resplandor.
    Un abrazo desde Atenas con mucha calor y un sol fantastico.
    Ricard

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  2. Galip, ha coincidido que mientras leía tu escrito sonaba la canción de Alaska "¿Cómo pudiste hacerme eso a mí?" y le pega muchísimo (no la letra de la canción, claro está).

    Un abrazo.

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