martes, 9 de noviembre de 2010

Rumbo a una vida mejor

Una vez hubo atravesado la alambrada, se puso a refugio entre unos matorrales mientras un can de aspecto terrible merodeaba no lejos de su posición. Comprobó en su reloj digital la hora mientras trataba de recordar cuánto tiempo había pasado desde su huida. Hasta ese instante se hallaba recluido en un habitáculo de dimensiones reducidas sin ventanas. Sólo la puerta que daba al exterior le permitía tres veces al día contemplar la luz del Sol, en los momentos que le eran dados el desayuno, la comida y la cena. El resto del tiempo discurría en una penumbra total sin ningún tipo de aliciente para pasar el tiempo salvo sus propios pensamientos. Venía a su mente el rostro de su hija en forma de vívido recuerdo. Podía percibir su sonrisa de ángel, escuchar sus carcajadas cuando le contaba aquellos cuentos que un día a él le contó su padre para olvidar la miseria en la que vivían. La voz de su mujer recordándole cuánto le ama resonaba límpida y dulce en su memoria. Deseó hacer el amor con ella una vez más. La imaginó en su desnudez totalmente exultante de belleza. Veía su cuerpo nítido, palpaba su piel oscura que al despertar volvía a inundarlo todo a su alrededor, pues no había nada más en ese ínfimo zulo salvo el negro de la penumbra absoluta.

Hacía unas horas, cuando uno de sus secuestradores olvidó cerrar la puerta con llave al marchar, en un descuido poco propio de alguien que se dedica a la extorsión de emigrantes sin papeles, se deshizo como pudo de la mordaza que le impedía moverse y salió corriendo. Los primeros metros fueron un infierno. Sus huesos y músculos se hallaban entumecidos, pesados. Tenía la sensación de llevar adheridos a sus extremidades sacos de cincuenta kilos de peso, pero las ansias de libertad le hicieron correr como si fuera el fin del mundo. Sentía su corazón palpitar con tanta fuerza como si le fuera a estallar. Escuchaba los latidos cada vez más apresurados en lo más profundo de sus entrañas, el batir de un tambor anunciando el inicio de la batalla. Corría y corría sin seguir un rumbo fijo, inspirado por una fuerza sobrenatural. Corrió hasta que su pie descubrió repentinamente un desnivel que le hizo caer entre los matojos donde ahora se encontraba. Estaba tendido en el suelo, exhausto debido al gran esfuerzo realizado. El entumecimiento de sus huesos había desaparecido debido al sentimiento de libertad que ahora le embargaba. Sin embargo, la figura desafiante de aquel dóberman le obligaba a calmar cuanto antes el ritmo de sus pulsaciones así como el de su respiración. Era difícil en su estado. El can se paseó muy cerca de su posición mientras olisqueaba el terreno en busca de algo que llevarse a la boca. Su aspecto fiero le hizo pensar que tal vez perteneciera a sus secuestradores y para evitar llamar su atención permaneció completamente inmóvil. Escuchaba perfectamente el sonido de las pisadas aproximándose hacia su escondrijo. Percibía la acelerada respiración del animal e imaginaba su boca abierta con la lengua colgando. Repentinamente, el sonido de varios disparos rompió el silencio reinante en la pradera y el perro marchó corriendo hacia el lugar donde se había producido el estruendo. Entonces, Abel -así se llama el protagonista de esta historia-, se puso en pie sin pensárselo dos veces. Oteó la planicie en la que se hallaba cerciorándose de la inexistencia de peligro en ese momento. Todo parecía plácido tras la ráfaga dirigida poco antes seguramente contra algún grupo de emigrantes que no habrían aceptado las premisas impuestas por sus secuestradores para ser libres. Él se podía considerar afortunado.

Ahora debía empezar de nuevo a caminar en busca de la senda que le llevará a los Estados Unidos. Es un camino largo y harto complicado, pues los malhechores acechan en cualquier rincón, en cualquier tren, detrás de cualquier árbol, coche o puesto de tacos. Acababa de llegar a México procedente de Guatemala, donde en una pequeña aldea cercana a Río Seco le esperaban una mujer y una hermosa niña de las que ya os hablé hace un momento. Ojalá Abel vea colmados sus deseos de bienestar para su familia.

18.000 migrantes centroamericanos son secuestrados en México cada año en su búsqueda de la prosperidad.


1 comentario:

  1. Qué conmovedor... duele y lamentablemente es la triste realidad :(

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