sábado, 17 de octubre de 2009

El obrador de ideas

Platón tenía la costumbre de abrir su tienda todas las mañanas cuando el sol todavía no había terminado de llenar las calles con su luz. La gente se amontonaba en la puerta minutos antes de su llegada y es que este humilde establecimiento había adquirido gran fama en la ciudad de Estambul debido a la curiosa mercancía que en él se ofrecía: ideas.

"Platón, necesito arreglar un asunto de faldas". "Yo quisiera que mi hermano perdone todos mis desfalcos". "Para mí, un método con el que encontrar al fin un trabajo". La gente entraba y realizaba sus pedidos de manera muy desordenada, mas Platón, siempre con una bondad extrema, respondía amablemente a todas las peticiones recomendando el mejor remedio a sus problemas.

Un día en que la nieve caía con dureza sobre las calles del barrio de Galata, Platón no abrió su tienda. La gente se estiraba de los pelos y clamaba contra el cielo porque el anciano no había acudido esa mañana a su local. Comenzaron a golpear la persiana que protegía la pequeña puerta mientras más y más personas se arremolinaban en la estrecha calle donde estaba situado el humilde negocio.

De repente, entre la ventisca apareció una oscura figura enroscada en un abrigo negro. Avanzaba lentamente hacia donde se hallaba la masa alterada, que poco a poco se fue calmando al observar aquella extraña aparición. Conforme se acercaba a la turba, se fue abriendo un pequeño hueco para que pasara hacia la persiana cerrada. Platón se descubrió la cara y la gente le miró con una inmensa alegría en sus rostros.

Pidió a todos que desde aquel día aprendieran por sí mismos a resolver los obstáculos que la vida les pondría por delante, pues él no podría hacerlo más. La gente le miraba extrañada y sorprendida mientras el viejo decía aquellas palabras en un tono de tristeza y pesimismo. A continuación, confesó su origen griego -algo sabido, por otra parte, en el barrio- así como su inmediata salida de Estambul debido a un decreto del gobierno que no sólo le afectaba a él, sino a todos los griegos que habitaban en el país.

La gente empezó a clamar contra la orden, a alzar la voz contra la expulsión, pues perdían a un hombre bueno, muy querido en el barrio, el cual siempre les había hecho la vida mucho más fácil. Entonces, un niño pequeño que se hallaba con su madre, le pidió al anciano una idea para no ser deportado a Grecia. Platón miró con una sonrisa condescendiente al pequeño y le contó que él podía ayudar a la gente a resolver situaciones cotidianas, pero ante la magnitud del decreto y ante quien lo había emitido, poco podía hacer.

Así pues, Platón dejó a la muchedumbre enfurecida en la puerta del local que había regentado durante casi cincuenta años, un local, por otra parte, carente casi por completo de mobiliario. La sobriedad era absoluta y sólo un sencillo mostrador de madera permitía separar al viejo de sus impacientes clientes, que nunca más podrían escuchar los consejos de aquel ser a quien tanto amaban.

Platón se marchó lentamente por las estrechas calles de su amado barrio, llenas de puestos ambulantes y tiendas de baratijas. La nieve le helaba hasta la sangre y al llegar al puente de Galata, se detuvo un momento a contemplar el hermoso perfil de la ciudad que le acogió con tan solo nueve años. Observó la Mezquita Nueva y casi podía percibir el olor de las preciadas especias que se venden aún hoy en el Bazar Egipcio. Miró una vez más la mezquita de Solimán y a los cientos de personas que abarrotaban la plaza de Eminönü para después girarse y contemplar el vetusto palacio de Topkapi, así como la majestuosidad de la basílica de Santa Sofía.

Intentó recordar los momentos más bellos que le había regalado la ciudad de Estambul mientras se arrojaba a las aguas del Cuerno de Oro, pues ningún ser humano podría expulsarle jamás de su hogar.

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