miércoles, 18 de agosto de 2010

Parasiempre

La despedí en el puerto. Supe, en cuanto atravesó la pasarela que unía el muelle con aquel enorme barco que no volvería a verla más. Me ardían los labios tras el último beso y la sal traída hasta mí con la brisa marina incrementaba el dolor. Ella no se giró tras alcanzar la cubierta. Se limitó a entregar su pasaje a la azafata y una vez le fue devuelto avanzó hacia su camarote. Comprendí que ese beso fue su despedida definitiva. Sin embargo, seré incapaz de olvidar su figura mientras avanzaba por la pasarela. La cabeza gacha, sus brazos cargando a duras penas el peso de la maleta, su cuerpo embutido en su sobretodo negro. Hacía frío a pesar de estar en junio.

No sé por qué, pero permanecí allí parado hasta que la pasarela fue separada de la orilla y el barco comenzó a alejarse. Permanecí embebido en mis pensamientos mientras las enormes chimeneas comenzaban a exhalar un humo muy negro y las sirenas hacían volar miles de gaviotas asustadas por aquel terrible estruendo. Tuve que taparme los oídos. Mucha gente despedía a sus familiares a mi lado pero yo no veía a Alicia. La imaginaba en su camarote ajena a todo cuanto ocurría a su alrededor, como casi siempre. Sin embargo, pude vislumbrar su cabello rubio, inconfundible. Brillaba como nunca antes y agitaba su mano derecha al tiempo que con su izquierda me lanzaba besos, completamente enamorada. Comencé a correr gritando su nombre "¡Alicia! ¡Alicia! ¡Te amo!" Era imposible que me oyera, pero yo continué gritando entusiasmado a la par que triste. "¡Alicia!" Ella se alejaba. Cada vez se hacía más diminuto el fulgor de su cabello rubio y la estela dejada por el barco al cortar el mar se ensanchaba mientras el humo de las chimeneas se iba volatilizando conforme ascendía al cielo.

¿Cómo aprendería ahora a vivir sin ella?

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