jueves, 2 de septiembre de 2010

El reproche

Una vez escuché a alguien reprochar a sus padres el hecho de haberle dado la vida, pues esto había supuesto la condena a una existencia de dolor, miseria y tristeza. Por su culpa, había tenido que ver día a día la inmoralidad tan generalizada en la gente, la pura avaricia, la traición por una necesidad más que dudosa por poseer más que el vecino, la envidia. Sentía asco por casi todo cuanto le rodeaba y sólo aceptaba recibir consejo de unos pocos entre los cuales me encontraba yo, un anciano que había visto mucho más que él pero a la par había conseguido equilibrar el sentimiento de indignación ante la humanidad con el de amor por los escasos momentos hermosos que la vida me había concedido y aún hoy me concede.

Un día de tantos, nos encontrábamos conversando animadamente en el bar sobre los últimos casos de corrupción aparecidos en un partido político de nuestro país. Los dos estábamos de acuerdo en que la democracia era algo que había costado muchísimo instaurar aquí, mucha sangre y casi cuatro décadas de una dictadura asfixiante. No podemos ni debemos dejar que por cuatro ladrones se tambaleen los cimientos de nuestro estado. Sin embargo, observar cómo esos sinvergüenzas burlan a la justicia porque no hay condena contemplada para ellos o porque han untado al juez hasta las trancas, nos revuelve las tripas casi hasta vomitar. A continuación aparecía en la televisión la noticia de una nueva muerte por violencia de género. Ya van cincuenta este año. Y lo que queda. Nosotros, que no conocemos el amor, que vemos a la mujer como un ser igual a nosotros, al que hay que amar, cuidar y proteger y viceversa lamentábamos el suicido del culpable porque se había ido sin pudrirse durante todos los días de su vida en la cárcel.

Así pasábamos las tardes en el café. Cuando ya el sol se ponía y las luces artificiales de la ciudad iluminaban tenuemente las calles, como si fueran pequeñas caricaturas del astro rey, él siempre se marchaba asegurando que hoy sí iba a suicidarse, que ya no aguantaba más "toda esta mierda" y que mañana veríamos la noticia en los periódicos: "Hombre de mediana hallado muerto en su piso por ahorcamiento". Sin embargo, al día siguiente acudía de nuevo después de comer a tomar el café a mi lado. Se sentaba, pedía un cortado al camarero y comenzaba a hablar serenamente hasta que poco a poco se iba alterando, conforme llevaba la conversación al terreno de su obsesión, a la miseria humana.

Aquel día me había decidido a seguirlo. Quería comprobar adónde se dirigía después de marcharse. Como todos días, dejó el café entre amenazas de suicidio y miradas cada vez menos sorprendidas de una clientela ya acostumbrada al escándalo diario. Se había convertido en algo rutinario y sin importancia. Me levanté disimuladamente y caminé sigilosamente detrás de él, a una distancia prudente. No sospechó en ningún momento que alguien pudiera caminar a su espalda y al llegar a un determinado portal, se detuvo frente a él, extrajo un manojo de llaves de su bolsillo y abrió la enorme puerta empujando con fuerza. Logré situar mi pie a modo de obstáculo para que no se cerrara y entré en el rellano del edificio. Era antiguo, tal vez del siglo XIX. Tan alto y oscuro como sucio. Parecía no haber sido limpiado desde el día de su inauguración. Subió en ascensor, así que traté de ascender a la misma velocidad por las escaleras. Cualquiera que me hubiera visto se habría reído de mis torpes movimientos. Ya no estaba para estos trotes, pero la curiosidad me podía.

Al fin llegué a su piso bastante más tarde que él y para mi sorpresa, había dejado la puerta abierta. Venía un extraño olor a putrefacto. Había muy poca luz en el interior, la justa para atisbar los pocos objetos y muebles dispersos por el inmueble. No oía nada, ni el más mínimo ruido. De vez en cuando se colaba por las ventanas el sonido de un coche al pasar, pero del interior de aquella casa no venía nada. Comencé a sentir una extraña inquietud en lo más hondo de mis entrañas. Era muy extraño. Seguí avanzando por el corredor cuando me pareció ver un bulto grande que colgaba del techo. Me asusté y comencé a buscar un interruptor de la luz. Lo accioné y allí estaba él, colgado de una cuerda alrededor de su cuello. Al principio me costó reconocerlo, pues el cadáver estaba en un estado de descomposición muy avanzado. Era imposible. Acababa de seguirlo hasta su piso y parecía llevar muerto meses. Sus rasgos habían casi desaparecido para dejar paso a un rostro esquelético, casi inexistente. No pude soportar el impacto y me marché, dejando la puerta abierta a mi espalda.

Cuando llegué a mi casa, llamé a la policía y les conté lo ocurrido. Después de desplazarse hasta el inmueble e investigarlo todo me devolvieron la llamada diciéndome que aquel piso llevaba meses desocupado y no habían hallado restos de ningún cadáver. Tuve suerte de ser un anciano vulnerable y asustadizo. Por eso no me cayó ninguna condena ni me pusieron ninguna sanción. Simplemente me dijeron que lo pensara dos veces antes de llamar a la policía por nada y que visitara a algún médico por si tenía algún problema de salud, tanto física como mental. Esa noche no pude pegar ojo. Sabía muy bien lo que había visto y ningún policía fanfarrón tenía derecho a reírse de mí sólo por mi avanzada edad. Ahora mismo no sabía si estaba indignado o asustado. El caso es que esa extraña mezcla de sentimientos me imposibilitó dormir y además, ese extraño personaje había conseguido crear en mí un quebradero de cabeza insoportable.

Al día siguiente cumplí con mi ritual de bajar al café después de comer. Caminaba serenamente, algo extraño tras el insomnio y los nervios acumulados durante la noche. A pesar de todo no estaba preocupado. Mis pasos tranquilos y la entereza de mi mirada no denotaban ningún tipo de miedo ante el enfrentamiento que me esperaba al otro lado de la puerta. Mi compañero no iba a estar nunca más en su asiento. Jamás volvería a escuchar sus lamentaciones y sus quejas. Su extraña muerte me había causado un vacío nunca antes imaginado, pues el impacto de la visión que tuve anoche iba a tardar mucho tiempo en borrarse de mi memoria.

Por fin alcancé la puerta del café. La abrí con suavidad y toda la parroquia me saludaba desde sus asientos con leves movimientos de cabeza. No eran capaces de separar sus ojos de la partida de guiñote ni del carajillo que les alegraba la tarde. Me senté en la banqueta que solía ocupar todos los días junto a la barra. Pedí mi café al camarero. Me acomodé en mi posición y cuando giré mi cabeza hacia la televisión, comprobé horrorizado que allí estaba él, a mi lado.


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