martes, 1 de septiembre de 2009

El anciano asceta

"Sobre todo, no se separe de este camino". Estas fueron las últimas palabras que me dirigió el anciano asceta con quien había convivido durante una tarde y una noche que me harían cambiar para siempre. Habitaba una pequeña ermita abandonada situada a la orilla de un río agonizante, cuyas aguas eran ya incapaces de dar cobijo a unos peces que luchaban por sobrevivir con gran tenacidad. El viejo, cuyo nombre obviaré por motivos éticos y a quien a partir de ahora llamaré S, llevaba cuarenta años conviviendo consigo mismo en aquel pequeño edificio de estilo románico. A pesar de su origen cristiano, la ermita no conservaba ningún símbolo religioso y a decir verdad, S no simpatizaba con el cristianismo y mucho menos con la Iglesia Católica, así que utilizaba el edificio únicamente para vivir y meditar. Al principio lo tomé por un chalado. Su aspecto andrajoso -vestía una túnica raída por el paso del tiempo y los ratones-, sus largas greñas y su barba descuidada, demostraban que hacía muchísimo tiempo que no mantenía ninguna relación social con ser humano alguno. De hecho, para él fue una sorpresa encontrar a alguien como yo, un joven de apenas veintiún años, en aquellas tierras baldías dejadas de la mano de Dios. A decir verdad, fue a causa de mi curiosidad que S y yo nos conociéramos, pues no pude evitar entrar en la ermita cuando la vi a un lado del camino mientras dirigía mis pasos perdidos hacia ninguna parte.

Abrí lentamente la puerta pero produjo un fuerte chirrido que sobresaltó al anciano. Se hallaba sentado en medio de la ermita, tenuemente iluminada por la luz que se colaba a través el mármol traslúcido de las ventanas. El interior del vetusto edificio estaba frío, lo cual me produjo una placentera sensación pues el calor del exterior era extremo a estas alturas del mes de agosto en pleno desierto de los Monegros. S me dirigió una mirada inquisitiva sin pronunciar palabra y me indicó con su dedo índice un rincón en el que había un sillón destartalado sobre el cual pretendía que tomara asiento. Me quedé de pie, pero el viejo siguió señalando hacia el lugar donde quería que me sentara. Hice caso a sus deseos y una vez apoyé mi trasero sobre el descolchado cojín, S giró la cabeza, recogió su brazo y adoptó una actitud pensativa, que supuse tenía antes de mi llegada.

Pasé las cuatro siguientes horas ahí sentado sin hacer otra cosa que no fuera contemplar a aquel extraño tipo inmerso en sus pensamientos. No hice absolutamente nada salvo eso, algo de lo que me arrepentí cuando el viejo se levantó lentamente, se aproximó y me preguntó: "Bien, ¿cuál es su conclusión?". "¿Conclusión? ¿Qué conclusión?", respondí con tono de sorpresa. "Lleva toda la tarde ahí sentado y se asombra cuando le pregunto acerca de la conclusión a la que ha llegado. No ha hecho absolutamente nada salvo mirarme con cierto aire irónico a la par que condescendiente mientras yo trataba de conocerme a mí mismo, de llegar al fondo de mi ser." El anciano estaba indignado con mi actitud y no comprendía que mi única intención era no interrumpir su meditación para poder ver con más detalle la ermita una vez terminara sus cabilaciones. Traté de calmarle de la manera más educada que pude y el hombre poco a poco se fue serenando mientras aceptaba mis explicaciones y disculpas. Comenzó a hacerme preguntas referentes a la vida, a la niñez, a la vejez y a la muerte. Me hizo estremecer con las conclusiones a las que había llegado tras media vida dedicada a la meditación y a la búsqueda de sí mismo. Sin embargo, las únicas palabras que dejó grabadas en mi memoria para la posteridad, fueron éstas que transcribo a continuación.



"Recuerde, joven, la vida es el camino que debemos recorrer tratando de conocernos a nosotros mismos. No hay ninguna doctrina que sirva, ningún dios que nos saque las castañas del fuego en los instantes de peligro más extremo o una madre que nos cuide todos los días de nuestra existencia. No debemos fijarnos y criticar lo que hace el resto, sino nuestras propias acciones. Valorar cada hecho del que formamos parte, cada palabra que expulsamos por nuestros labios, cada semilla que plantamos y cada fruto que recogemos. Por ello es importante que tratemos de conocernos a nosotros mismos, de valorar nuestras posibilidades y actuar en consecuencia."

S causó en mí tal sensación de desasosiego que nunca más volví a criticar la actitud de nadie sino la de mí mismo ante los desafíos que me planteó la vida desde entonces. No dejé un sólo día de buscar ese ser que yo soy y al que no conozco todavía aquí, en mi lecho de muerte. Y es que, como dijo S, de todos los seres humanos que he conocido a lo largo de mis días, del que menos sé, sin ningún atisbo de duda, es de mí mismo. No he conseguido hallar quién soy ni si esto que he vivido es la felicidad verdadera o sólo una quimera que escondía mi ignorancia de mí mismo.

Ahora poco importa. Mis días han llegado a su fin y ya estoy muerto. De hecho, he fallecido mientras os contaba esta historia y ahora, desde esta posición provilegiada que da la muerte, creo que no he malgastado mi vida tanto como yo creía, pues cuando exhalaba mi último suspiro y veía pasar mi vida a través de la oscuridad de mis párpados cerrados, me he dado cuenta de que siempre me he conocido a mí mismo.

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