viernes, 18 de diciembre de 2009

El coleccionista de imágenes

Ángel guardaba sobre su armario un pequeño arcón en el que amontonaba cientos de fotografías pertenecientes a su vida. De vez en cuando lo tomaba y abría con delicadeza, queriendo conservar el brillante color marrón de la madera usada para su elaboración. Él había sido el artesano y por ello ponía tanto empeño en su estado, pues anhelaba que algún día otros seres humanos vieran las hermosas imágenes del pasado que él vivió.

Extraía las fotos con sumo cuidado, usando un guante para no mancharlas con la suciedad de sus dedos. Observaba sus pequeñas obras de arte con rostro nostálgico, vislumbrándose de vez en cuando en sus ojos alguna que otra lágrima: comidas en el campo, viajes a lugares de ensueño, besos con su esposa, fiestas de disfraces o imágenes familiares formaban parte de su colección de postales, de su vida.

Un día que se hallaba contemplando los retales de su propia existencia escuchó a alguien llamar a la puerta. Cerró su preciado arcón suavemente, se incorporó y guió sus pasos hacia la entrada de su hogar. Cuando abrió, hubo de cerrar un momento los ojos debido a la insoportable luz que entraba, aunque reconoció inmediatamente al ser situado frente a él. Le invitó a pasar mostrándole el camino hacia la sala de estar. Dejó el abrigo del visitante en su habitación y fue a la cocina para preparar un delicioso té de manzana.

Regresó en pocos minutos al salón, donde le esperaba aquel viejo conocido, quien se había presentado vestido con un traje gris y camisa negra. Traía consigo un pequeño maletín cuyo contenido ignoraba nuestro protagonista. Era negro, tal vez de cuero y lo portaba bajo el brazo. En un primer momento lo había dejado en el suelo, pero cuando Ángel entró en la estancia, lo tomó con un lento movimiento de su mano, pues no se hallaba lejos de ésta.

Comenzaron a hablar, recordando algunos momentos que habían vivido juntos. Se contaron sus batallitas así como los acontecimientos más importantes de sus respectivas vidas. De repente la conversación giró hacia la literatura, después al amor y finalmente a la muerte, pues los dos eran conscientes de que el fin de sus días se aproximaba inexorable. Ángel, a pesar de ello, era feliz, pues creía completas todas sus ambiciones de juventud. Consideraba su vida maravillosa a pesar de los pequeños obstáculos que el destino a veces le había puesto por delante. Sin embargo, había superado todos ellos y ahora disfrutaba feliz de su senectud.

El visitante abrió entonces el maletín y extrajo de él un sobre. Lo entregó a Ángel rogándole que descrubriese su contenido, creando una nube de tensión entre ellos. Éste obedeció y despegó la solapa. Metió suavemente sus dedos tomando un enorme montón de pequeñas fotografías. Las situó sobre la mesa y comenzó a observarlas una a una, muy lentamente. Cada vez que miraba una nueva fotografía, un nudo iba ahogándole el estómago de pura emoción.

Se hallaba inmerso en cada detalle, cada risa, cada palabra, cada mañana, tarde y noche que había vivido. Observaba todos los momentos, todos los segundos de su vida. Las lágrimas se tornaban de repente en risa para después volver al llanto. Una y otra vez exclamaba expresiones de admiración, sorpesa o alegría. Se trataba de un reencuentro con él mismo así como con todos los seres que alguna vez habían influido en su vida. Preguntó a su visitante de dónde había obtenido este maravilloso tesoro, pero cuando dirigió su mirada hacia el extraño hombre del traje gris, éste había desaparecido.

Ángel siguió rememorando su pasado durante ocho años, desgastando con su mirada las postales que aquel viejo conocido le había regalado. Entonces, un buen día de abril, escuchó golpes en su puerta. La abrió con parsimonia y enseguida comprendió de quién se trataba. Era el hombre del traje gris. Se sentaron en el sofá del salón, junto al vapor expulsado por el té de manzana casi hirviendo. Tuvieron una conversación parecida a aquella transcurrida hacía ya ocho años. Nuestro anciano amigo seguía satisfecho con su existencia y confesó al visitante que su paraíso se halla en la tierra. Entonces, el hombre del traje gris le ofreció vivir de nuevo su vida, desde su nacimiento hasta su muerte -para la que tampoco quedaba tanto- perdiendo la consciencia de haber experimentado su primer paso por este mundo. Volvería a conocer a la misma gente, a visitar los mismos lugares, a reír en el mismo instante que en su anterior vida. Todo sería igual, pero nuevo a la vez.

El viejo se vio, a partir de ese momento, envuelto en un círculo que se repetiría durante toda la eternidad, pues quien ha sido feliz en este mundo, no anhela ascender a una dichosa y permanente experiencia en paraísos inexistentes, sino repetir una y otra vez su maravillosa estancia en este planeta. Tal vez nosotros también estemos sufriendo un bucle infinito y yo haya escrito estas líneas miles de veces en mis anteriores existencias, aunque sea incapaz de recordarlo. ¿Quién sabe...?

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